OTOÑO
Luz de luna
su mirada;
su pupil
anoche bruna;
sus ojeras
guardan toda la ceniza
que cayó, cuando sus ojos
fueron vívidas hogueras;
su pestaña engarza en oro
un diamante de su lloro.
En un bucle que sus sienes engalana
como un hilo de alba seda, se desliza
una cana.
En el campo
del sol mira el postrer lampo,
taciturna...
Del sol triste que se emboza, poco a poco,
en la clámide nocturna.
Desteñida, no provoca
ya la adelfa de su boca:
porque es flor que la sonrisa ya no mueve;
hoy sus pétalos pegados y sinuosos
no descubren el refugio
de la nieve:
boca triste, boca seca:
en sus róseas comisuras,
de fastidio hay una mueca.
Sin embargo,
a pesar de aquel constante
dejo amargo...
en su rostro, todavía marfileño,
hay un no sé qué de dulce...
de fantástico, de ensueño...
El otoño en las orillas
del camino, riega hojas,
hojas y hojas
amarillas.
De su frente
la tersura
se deshace lentamente:
la visión del blanco invierno,
el blancor de aquel semblante
pone en fuga...
y se alarga entre sus cejas, desdeñosas
y encarnadas,
honda arruga.
En sus manos, bien cuidadas,
todas llenas
de sortijas, se insinúan
las azules serpentinas de sus venas;
y su barba, como lirio
melancólico y maltrecho,
agoniza en los encajes
de la doble y blanda loma
de su pecho.
Solitaria, yo la veo
en un banco
del paseo;
tal vez sueña con las flores
de otros tiempos: ¡sus amores!
Los recuerdos más hermosos
y gratísimos,
ahora,
tal vez pasan por su mente,
mientras llora...
Es la tarde. Allá a lo lejos,
su cabeza el sol sumerge
en la sangre de los últimos reflejos...
El otoño en las orillas
del camino riega hojas,
hojas y hojas
amarillas.
Julio Flórez