ESTÍO
Es rescoldo
la ancha tierra; bajo un toldo
de verdura, una joven campesina
en el pecho de su amante
se reclina;
una arroyo serpentea, susurrante,
salta en tumbos que retumban
en las rocas del vibrante
bosque espeso;
los insectos giran, zumban
como nube de ámbar y oro,
y en el aire suena un beso
y un «¡te adoro!».
Ni una nube
mancha el cielo;
un gran hálito de horno, sube, sube
a las ramas silenciosas, desde el suelo.
¡Cuán hermosa
la muchacha! Su mejilla
viva rosa;
y su boca, almibarada,
tiene muchos más rubíes,
muchos más que una granada.
Olorosa como el heno,
y brillante como el heno su cabeza
se endereza
como enorme flor de oro,
sobre un tallo de esbeltez y vida lleno,
mientras se alzan, con la espuma
del encaje de su traje,
medio ocultas,
las dos ondas de su seno.
El estío, por las ramas
soñolientas, tembladoras,
filtra llamas, llamas, llamas
quemadoras.
Un suspiro, moribundo
de amor, pasa por el mundo;
y la joven, suelto en rizos el cabello
poderoso y ondulante,
sus desnudos brazos finos,
echa al cuello
de su amante;
y se ciñe toda, toda,
al mancebo noble y fuerte:
es el día de su boda.
Con voz tierna,
asegura que su dicha
será eterna.
Por un claro del gran bosque yo la veo
que se agita, jadeante
bajo el ansia del deseo.
El ambiente la sofoca;
el placer la descoyunta;
y, ebria y loca,
a los labios del mancebo
sus ardiente labios junta.
Y las dos palpitaciones
de sus buenos corazones
anhelantes
repercuten en la selva en los rincones
más distantes...
¡Mediodía!
al cenit el sol llega,
y sus dardos ardorosos, deslumbrantes,
a la madre tierra envía.
El estío, por las ramas
soñolientas, tembladoras,
filtra llamas, llamas, llamas
quemadoras.
Julio Flórez