SILENCIO SANTO
Trepaba el dulce Redentor, la cumbre
del Gólgota, agobiado por el peso
de la infamante cruz.
La muchedumbre
le cercaba.
De pronto, sonó un beso
en el semblante lívido del justo,
y el que le dio aquel beso, así le dijo
al Nazareno: «Augusto
Señor, si está en tu mano,
(pues eres de Dios hijo)
secar el oceano
y convertir la tierra en humo vano
¿por qué no calmas tu pesar prolijo?
»¿En dónde están tus rayos y tus truenos,
que sobre tantos míseros sayones
no arrojas? Sus malvados corazones
más que de ira, de ignorancia llenos,
¿por qué no arrancas o los tornas buenos?
¿a qué el dolor que enerva y asesina?»
Y el Cristo, esa blancura ensangrentada,
que todas nuestras almas ilumina,
como un muerto calló:
¡No dijo nada!
Julio Flórez