PERIQUITOS DE AUSTRALIA
Las flores en sus tallos.
Libres los pájaros.
Desde muy niño he aborrecido las jaulas.
Me dan tristeza los arreglos florales.
Pero una vez no pude rechazar el obsequio:
Periquitos de Australia,
«periquitos de amor» como los llaman en México.
Loros en miniatura, me interrogaron adustos.
Despreciaron mi afán de congraciarme con ellos:
trapecio, alpiste, agua, material para el nido,
hueso para afilar garras y picos.
No debí hacerlo nunca.
Cierta noche,
mientras dormía hubo un pleito
conyugal en la jaula de los loritos.
Al despertar hallé el cadáver sangrante,
despedazado hasta lo inverosímil
con un sadismo humano.
(Valga el pleonasmo:
los animales —dicen—
nunca son crueles:
sólo matan por hambre y de un solo golpe).
Después de lo que vi no estoy seguro.
El asesino o la asesina, la hembra o el macho,
comía inmutable alpiste junto a su víctima.
Se burlaba de mí con su ojo irónico.
La sentencia instantánea: condena a muerte,
sin mancharme las manos.
Abrí la jaula
y voló hacia la selva de los gorriones.
Segundo error ignorante:
en vez de quemarla
o arrojarla por el desagüe,
sepulté la carne ultrajada en una maceta.
A las pocas horas
ejércitos de moscas atronaban la tierra.
Moscas azules.
Me parecieron bandas de pericos de Australia.
José Emilio Pacheco