CUENTO DE ESPANTOS
Ayer la vi. No me lo van a creer.
Ayer me encontré con ella en el parque
por donde caminábamos a los veinte años.
Está igual que siempre.
En todo caso, la muerte
la ha embellecido, la rejuvenece, la hace
adolecer de adolescencia.
No veintidós
sino dieciocho a lo sumo.
Quién entiende el misterio
de los números y los años,
su más tiempo de muerta que edad de viva.
Pero cómo ilumina los dos orbes:
Venus, estrella
del alba y el crepúsculo;
muchacha para siempre y también sombra
que lleva de la mano a las tinieblas.
La vi de lejos y, como es natural,
me dominó el grave impulso
de acercarme, verla otra vez y decirle:
—No sabes cuánto te extraño.
No me resigno a no verte.
No te he olvidado.
Abrí la boca. No pude
pronunciar la menor palabra.
Me congeló la mirada
que sin decirlo decía:
—¿Cómo se atreve, señor?
¿No se ha visto al espejo?
¿No hay calendarios?
¿No toma en cuenta
las edades que nos separan?
Y de este modo yo,
el aún vivo,
me convertí en el fantasma.
José Emilio Pacheco