POMPAS FÚNEBRES
Esa paloma que cada tarde sobrevuela la plaza
consecutivamente obstruida de fumarolas, niños y locomociones,
esa incauta paloma que a veces se aventura a anidar en los hoscos
tinglados portuarios
o entre los voladizos donde el sol ejecuta inadecuados aguafuertes,
no es la misma que ronda el quimérico tragaluz de la noche.
(Nada de lo que ocurre de día es lo mismo de noche,
cuando los subrepticios módulos de la imaginación se vuelven más impredecibles
y no hay nada que permita distinguir los intervalos taciturnos de la claridad).
Esa paloma extraviada, esa paloma malherida que cruza la tiniebla,
¿de qué sangre procede, de qué pugna, de
qué estrago lunar?
¿Reconoce tal vez el camino que frecuentan los erráticos dispositivos de la ira,
los siempre eventuales armisticios con los que se interrumpen las transacciones de la brutalidad?
Esa paloma de tan egregias credenciales
que se esconde para morir, en ningún caso es ya la misma
que aún sirve como emblema de líderes, prebostes,
pobres hijos de puta que se intercambian numerosamente libelos y baldones,
que se reúnen en las salas de juntas para distribuir esos últimos vestigios de paz interpolados
entre las contabilidades de hambrunas y exterminios.
Esa falaz paloma de alas prensiles proveniente sin duda del peor acuartelamiento de la noche,
ya no es más que un lienzo fúnebre tendido entre las tachaduras
de una historia que el tiempo ha acabado por desmantelar.
José Manuel Caballero Bonald