RENUEVO DE UN CICLO ALEJANDRINO
Pos los feudos del río
Guadalete, ya en las cercas
de espinos del cañaveral
del Charco, aún subsisten
los ruinosos porches
de una casa de postas convertida
hoy en mesón, equívoco refugio
de yegüeros y gente
trashumante. Todos buscan allí
lo que no falta nunca:
el mal vino del pago de Aznalcóllar
y la inerte muchacha
que vende al transeúnte su miseria.
En el pino terrado alquilan
una sucias yacijas, separadas
por trémulos tabiques de latón
y arpillera. Y entre un denso
vaho de mazorcas y un hedor
inconsolable a cama, yace
la mercancía repartida
en dos bultos iguales de letargo
esperando que suba el comprador.
Desde el cubil se oyen
pasar a los que vuelven de la escarda
o van de anochecida a rebuscar
espárragos. Llegan las voces
de Joaquín, el del pies
ligeros, y de Onofre, hábil
en el manejo de la hoz, y de Ana,
la de ojos de novilla, y de Miguel,
domador de caballos. Todos
acuden al señuelo de los porches
antes de vadear las aguas
del Escamandro azul, del Guadalete
de envinados reflejos, fijos
los ojos en las cóncavas
manos, como abrumados todavía
por la insaciable cólera
del investido de poderes.
Y aquella última vez
hasta el sórdido cuarto descendió,
semejante a la noche, Constantino
Cavafis, el secreto hijo
de Calímaco, repitiendo
desde un lúbrico fondo de algodón
y sangre, estas aladas palabras:
en todo el universo destruiste
cuanto has destruido
en estas angosta esquina de la tierra.
Gestión de simulacros
es la verdad vivida: breve
como la fraudulenta desnudez
de la carne, centellea en lo oscuro
el tálamo de Ítaca, ya lejos
la taciturna orilla de Aznalcóllar.
Mas no por rehacer impunemente
la infracción de una historia, impuso
al maltratado cuerpo su sentencia
el implacable oráculo, sino
por rescatar el heroísmo
de una epopeya oculta en un tugurio,
pérfido rastro de sustituciones
que ahora acude
y permanece en el poema.
José Manuel Caballero Bonald