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LA LLAVE

Y entonces fue cuando llegamos
a la casa de campo. Atardecía
húmedamente entre los prietos
plantones de piorno y ya se columbraba
la excitante cimera del almiar
desde el recodo de la trocha. Olía
a acequia y a fogata
y al seminal sopor de los establos.
Era de cal la luz y en los ladrillos
rebullía el resol como una sábana
de sofocante vaho.
                              Me acuerdo de la casa
como si fuese un cuerpo echado
sobre el mío. A veces le sobraban
habitaciones por arriba y toda
la galería alta me envolvía entonces
en un urgente miedo de vivir.

Aquí podrás tener tus cosas,
me dijeron. Y allí llevé los frascos
de botica, la impaciente alquitara,
el infiernillo de latón, los tubos
en su efímera horma
de madera: todos los materiales
con que experimenté mi libertad
de nueve años.
                          Dueño del cuarto,
con la llave amarrada a mi cadena
de hombre, cómo me convencía
de ser más justo entre los ilusorios
oficios del azufre, cuando el sol
de la iracunda siesta
cegaba el trajinar de lo diario.

Mi posesión de tanta vida,
mi heredad de probetas, ¿dónde
se fueron cuando el dieciocho
de julio de aquel año
tuvimos que volver a la ciudad?

Detrás de los cristales escuchaba
los primeros disparos, el temible
golpear de las puertas
del coche celular y, sobre todo,
los pasos de mi madre, resonando
entre las vetas de lo oscuro
cada vez que un motor
repetía su furia en los balcones.

Mano sin nadie en los laboratorios
del bolsillo, sin más humo en la piel
que el de mis tercas fórmulas
de pólvora, cómo no haber
recuperado para siempre
la llave aquella con que abrí
el sedimento libre de mi vida.

autógrafo

José Manuel Caballero Bonald


«Pliegos de cordel» (1963)

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