EL GABINETE DEL PINTOR DE BODEGONES
El pintor de bodegones encierra
sombras en el cajón de la mesa
y coloca cebollas sobre el paño verde.
En el platón pone patas de conejo,
pájaros en racimo y pescados de pupilas pútridas.
Todo ello es símbolo de la fugacidad de la vida.
El maestro evita mirar de cerca los ojos coléricos de la langosta,
y traza la cara de la joven que observa con fijeza
las ostras negras del deseo no saciado.
Con puntualidad pinta en la bandeja de plata
las viandas voluptuosas de la víspera
y la cáscara de un limón medio pelado.
El recipiente con frutos no puede faltar
en el espectáculo de la naturaleza muerta.
Las uvas negras del ayer no vivido son presentes desgranados
y la rosa de pétalos marchitos es un sexo deseante y deseado;
al cráneo amarillento por cuyas cavidades asoma la muerte,
el maestro tapa con un trapo blanco.
Su pincel pintará la luz en los rincones donde la nada anida.
El pan seco del ágape reciente nos recordará que el pasado no ha muerto,
que en el botellón traslúcido hay todavía destellos,
deseos ahogados, miradas clandestinas,
y que en el agua trémula del vaso verde
nadan los brillos amargos del instante.
El pintor de bodegones a punto de terminar su obra,
cansado de plasmar la ausencia visible de las cosas,
quiere pintar a Dios en la bola de cristal que refleja
la realidad irreal del cuarto,
pero Dios, siempre retratado,
no está en sus retratos.
Homero Aridjis