VERDUGOS EN EL PUEBLO
Bajaron del cerro con las manos crispadas, después de haberles torcido el cuello a cuatro criminales.
Muy juntos uno de otro, atravesaron lentamente las calles vacías del pueblo, llevando tras de sí sombras escasas.
Sombrerudos, con caras de ídolos bigotones, y con los pañuelos rojos que les habían servido de sogas alrededor
del cuello, los cinco cruzaron los prados, sin importarles el letrero de «No pise el pasto».
Se sentaron en una banca, a fumar.
Asoleándose, con ojos entrecerrados, vigilaron el jardín sin gente, las casas cenadas, los caminos vacíos.
Quietos, callados, se quedaron allí más de una hora. Hasta que llegó un coche con placas de Morelia, y subieron,
se taparon la cara con el sombrero, como si fueran a dormir.
El chófer del coche, un rapado, sin voltear a ver nada de las casas, de los árboles del pueblo (que se había cerrado
como un armadillo), se los llevó rápidamente, tronando, echando polvo.
Homero Aridjis