MIDAS Y SU NOVIA EN LA PIRÁMIDE DEL SOL
En el poniente surgió un insecto metálico.
Venía de la ciudad del ruido.
Anochecía en Teotihuacan
y los vendedores de baratijas se habían ido.
No así los espectros de los sacerdotes
del sacrificio humano, transparentes,
camuflados con las piedras y las sombras.
La aeronave de alas giratorias descendió
sin ruido, como dotado de silenciadores.
A los pasajeros vestidos de gala recibieron
guardaespaldas, edecanes y meseros.
Pero no eran Quetzalcóatl ni Tláloc
que volvían a la ciudad de los dioses,
eran Midas y su novia que llegaban
para celebrar su cincuenta aniversario.
En la plataforma la mesa estaba puesta
con vajilla de plata, candelabros prendidos
y champaña helada en cubetas.
Una discreta orquesta amenizaría la cena.
El rey de los banqueros y su novia
pasearían la mirada por la pirámide de la Luna
y la Calzada de los Muertos, ellos, los muertos en vida.
Terminada la cena, el aparato despegaría,
atravesaría la oscuridad poluta,
volando sobre la ciudad de los pobres
como un vampiro luciente.
Homero Aridjis