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ELEGÍA
A LA MEMORIA DEL INSIGNE HISTORIADOR Y POETA PORTUGUÉS ALEJANDRO HERCULANO

Si es cierto que la pena compartida
llega a calmarse, porque el llanto ajeno
es para el triste bálsamo de vida;

si es verdad ¡ayl que el afligido seno,
cuando piedad encuentra y blando abrigo,
más reposado late y más sereno;

permite ¡oh Portugal! que un pueblo amigo,
ante la humilde tumba de Herculano,
mostrándote tu amor, llore contigo.

¡Ya no existe el poeta! Pero en vano
querrá la muerte arrebatar la gloria
del más insigne genio lusitano.

El con su ciencia engrandeció la Historia,
él exaltó la santa poesía,
y él impondrá a los siglos su memoria.

Cantor de vigorosa fantasía,
pulsó inspirado el Arpa del Creyente
y amó la libertad. ¡Quién no ama el día!

N o dobló el yugo del temor su frente,
ni la lisonja vil manchó su labio,
ni abatió al débil, ni ensalzó al potente.

De la austera verdad en desagravio,
se opuso a la invasión de la mentira
con fe de artista y convicción de sabio.

Enérgico y tenaz, pero sin ira,
combatió en pro de su fecunda idea
con la voz, con la espada y con la lira.

Harto ya de luchar, buscó en la aldea
la dulce calma, el apacible encanto
que perdió en el fragor de la pelea,

y hoy en rústico y pobre camposanto
sus restos guarda honrada sepultura,
que el pueblo portugués riega con llanto.

¡Feliz el alma que al romper su obscura
cárcel, de eterno lauro coronada,
vuelve al seno de Dios intacta y pura!

ejemplo sea nuestra Edad menguada,
en que más de un ingenio peregrino
en el fango del mundo se degrada,

y contrariando su inmortal destino,
como ramera sin pudor, ofrece
al éxito brutal su estro divino.

¡Ah! grande podrá ser, mas no merece
loa ni encomio el pensamiento humano
que se humilla, y se arrastra, y se envilece.

¿Quién al águila audaz, que el soberano
vuelo remonta, comparar podría
con el reptil inmundo del pantano?

¡Oh religión del arte! ¡Oh Poesía!
¡Comunión de las almas cuando llevas
la paz, el bien y la razón por guía!

¡Cuando contra la infamia te sublevas,
y con no usada majestad, el vuelo
hasta el principio de la luz elevas!

Pliega tus alas en señal de duelo,
y ante esa pobre tumba deposita
tu más preciada flor: ¡la fe en el cielo!

Rinde esa ñor, que nunca se marchita,
¡ay! a quien solo, sí, mas no olvidado,
duerme a la sombra de la cruz bendita.

A quien fue por tu numen exaltado,
de rica inspiración raudal fecundo
y tu apóstol al par que tu soldado.

Rompe el silencio lóbrego y profundo
que cubre el polvo desligado y frío
del que llevaba en su cerebro un mundo.

¡Ay! ya ese mundo estéril y sombrío
no animarán los sueños de la vida:
¡ya no le animarán! ¡Está vacío!

Mas bastan a su fama esclarecida
las altas creaciones del poeta,
do su gran alma nos dejó esculpida.

¡Cuan bien nos pinta la inquietud secreta
del sacerdote que consigo mismo
combate sin cesar como un atleta! (1),

¡que ama y lucha a la vez con heroísmo;
y ve rodar sin gloria ni esperanza
su patria y su virtud hacia el abismo!

Cuando esparciendo e! odio y la matanza,
la morisma feroz salva el Estrecho
y cual torrente incontrastable avanza

ante el imperio gótico deshecho,
la pasión insensata que le oprime,
con sacrilego ardor le abrasa el pecho.

Y llora, y tiembla, y se retuerce, y gime,
y sólo a costa de la inútil vida
de sus perpetuos votos se redime.

¡Cayó en el campo del honor! La herida
anticipó su fin; pero él llevaba
la muerte en sus entrañas escondida.

¡Ay! ¿En qué corazón, rugiente y brava,
no estalla, en horas de incurable duelo,
la rebelión de la materia esclava?

¿A quién, alguna vez, con hondo anhelo
la sed de lo imposible no le acosa?
¿Quién no ha soñado en escalar el cielo?

Surge después la imagen luminosa
del arquitecto Alfonso, que en su extrema
y ciega ancianidad, aun no reposa (2).

Le designó la voluntad suprema
para labrar maravilloso templo,
y es forzoso, que acabe su poema.

De su viril constancia ante el ejemplo,
¡con cuánta angustia de la Edad presente,
la vergonzosa indecisión contemplo!

Incrédula, dudosa, indiferente,
lidia sin fe, sin convicción se agita,
y no acierta a explicarse lo que siente.

Ya con sordo fragor se precipita,
como el alud del monte, ya asustada
los hierros del esclavo solicita.

Sigue rebelde o sierva su jornada,
y más que al ruego, al látigo obedece,
¡ay! cuando no vencida, fatigada.

Ante esa sociedad que desfallece,
del inspirado artista la figura
¡cuán excelsa a mis ojos resplandece!

Lleno de genio, edificar procura
alta y extensa bóveda, que sea
terror y pasmo de la edad futura.

Acariciando su arriesgada idea,
cual padre cariñoso, con tranquila
majestad se consagra a su tarea.

El pueblo se estremece y horripila
al comprender su temerario empeño,
y él mismo alguna vez duda y vacila.

—¿No pudiera, en verdad, ser el diseño
de la atrevida y portentosa nave,
la irrealizable concepción de un sueño?

¿Acierta? ¿Se equivoca? ¡Quién lo sabe!
Todos son juicios, cálculos y asombros.
Pero él decide, resignado y grave,

enterrar su vergüenza en los escombros
y si decreta Dios la infausta ruina,
recibirla impertérrito en sus hombros.

¡Dichoso ciego a quien la fe ilumina!
Su ardor redobla en la animosa empresa,
y la admirable fábrica termina.

Derríbase, por fin, la selva espesa
de cimbras y pilares, y el espanto
es en todos mayor que la sorpresa.

Quedó desierto el templo sacrosanto,
y el noble viejo en éxtasis divino,
con sus ojos sin luz, mas no sin llanto,

solo, abstinente, orando de contino,
vivió esperando hasta el tercero día
la catástrofe horrenda que no vino.

Y la imponente nave todavía,
inmóvil cual granítica montaña,
el furor de los siglos desafía.

¡Oh anciano ilustre, tu sublime hazaña,
de la dura labor a que se entrega
nuestra razón, el simbolismo entraña!

Aunque cansada del trabajo y ciega,
obediente a las leyes que la rigen,
sin cesar edifica, y no sosiega.

Dóciles a su voz desde su origen,
los pueblos con ruidosa incertidumbre
el monumento de su gloria erigen.

Teme a veces la ignara muchedumbre
que la nave espaciosa venga al suelo,
vencida de su inmensa pesadumbre;

mas la razón serena y sin recelo
sabe bien que en sus ejes de diamante
segura está la bóveda del cielo.

N o caerá, no, porque el varón constante
deseche el miedo, y con afán profundo
en alas de la ciencia se levante.

¡Ah! si hubiese cedido al infecundo
pavor que nuestras almas encadena,
Colón no hubiera descubierto un mundo.

La duda nuestros ímpetus refrena,
abre anchuroso cauce al egoísmo,
y sólo funda en movediza arena.

¡Pero no es fácil resistir! Yo mismo,
que deploro su mal, mis horas paso
incierto entre los cielos y el abismo.

Herido a un tiempo por el brillo escaso
de un moribundo sol, que lentamente
va cayendo en las sombras del Ocaso,

y por la tibia aurora que en Oriente
empieza a despuntar, también vacilo,
y apenas sé donde posar mi frente.

¡Ay! ¿Quién puede, con ánimo tranquilo,
dar la triste y postrera despedida
al dulce hogar que le sirvió de asilo?

Mas, ¡basta ya de indecisión! La vida
se engrandece al calor de otras ideas
que nos muestran la tierra prometida,

y en ciudades, y en campos, y en aldeas
resuena el coro universal que canta
a la naciente luz: —¡Bendita seas!

Tu fulgor, que los orbes abrillanta,
sólo a la negra noche, engendradora
de monstruos y de crímenes, espanta.—

¡Quién pudiera, a los rayos de esa aurora
los seres convocar que de Herculano
forjó la fantasía soñadora!

Pero no abrigo el pensamiento vano
de animar las figuras colosales
que con diestro cincel labró su mano.

Las místicas angustias, las mortales
ansias, los rencorosos extravíos,
que él presenta patéticos y reales,

rebasarían de los versos míos,
si en ellos contenerlos intentara,
cual de sus cauces los hinchados ríos.

Mas no tan sólo en la región que avara
las ficciones y fábulas encierra,
se abrió camino su razón preclara.

Como rayo de sol que se soterra
por ocultos resquicios, e ilumina
los recónditos senos de la tierra,

el negro cráter, la profunda mina
y la gruta de abrojos resguardada
que conoce no más fiera dañina,

así del vate la sagaz mirada
penetró, fulgurando, en los obscuros
y hondos abismos de la Edad pasada.

Y descifrando en los ciclópeos muros
de tan lóbregos antros, los inciertos
signos para allegar datos seguros,

buscaba en los sepulcros entreabiertos
de los tiempos antiguos, la memoria
casi perdida de los siglos muertos.

Si cuando atormentado por la gloria,
con animoso espíritu escribía
del pueblo portugués la épica historia,

la fanática y torpe hipocresía,
medrosa de la luz, no hubiese roto
su pluma de oro, en que irradiaba el día;

si en medio del frenético alboroto
de envidiosas calumnias, él no hubiera
hecho de enmudecer solemne voto;

el monumento que con fe sincera
quiso alzar a la patria su erudito
y vasto ingenio, perdurable fuera.

Fuera como esas moles de granito
en que pueblos gigantes que no existen,
sus ya ignorados fastos han escrito.

¿Do sus glorias están? ¿En qué consisten?
¿Qué resta de ellos en el mundo? Nada:
las pirámides sólo, que aún resisten.

Esa Historia, entre tantas celebrada,
del egregio Herculano obra maestra,
¡ay! quedará por siempre inacabada.

Pero tan raras perfecciones muestra,
que es, y será en los siglos venideros
gloria de Portugal... ¡y también nuestra!

¿Por ventura los débiles linderos
que la discordia entre nosotrcs puso,
han roto nuestros vínculos primeros?

Hermanos son el español y el luso,
un mismo origen su destino enlaza,
y Dios la misma cuna los dispuso.

Mas aunque fuesen de enemiga raza,
la generosa tierra en que han crecido
con maternal orgullo los abraza.

¿A quién importa el rumbo que han seguido?
Dos águilas serán de opuesta zona,
que en el mismo peñón hacen su nido.

Ese sol que los sirve de corona,
con torrentes de luz sus campos baña
y sus frutos idénticos sazona.

Juntos pueblan los términos de España,
y parten ambos con igual derecho
el mar, el río, el llano y la montaña.

Cuando algún invasor, hallando estrecho
el mundo a su ambición, con ellos cierra,
la misma espada los traspasa el pecho.

El mismo hogar defienden en la guerra,
el mismo sentimiento los inspira,
cúbrelos al morir la misma tierra,

y tan unidos la razón los mira,
como los fuertes dedos de una mano
y las cuerdas vibrantes de una lira.

¡Ay! cuando luchan con rencor tirano,
pregunta Dios al vencedor impío:
—¡Caín, Caín, qué hiciste de tu hermano!

Juntos mostraron su indomable brío
en lid reñida, infatigable y fiera,
contra un poder despótico y sombrío.

Y juntos alzarán, cuando Dios quiera
poner fin a su mutua desventura
una patria, una ley y una bandera.

Por eso ante la humilde sepultura
que guarda al más insigne de tus hijos,
España ¡oh Portugal! su Danto apura,

y en ti sus nobles pensamientos fijos,
acude ansiosa a consolar tus penas;
pero no a compartir tus regocijos.

Podrá el recelo ruin, si no le enfrenas,
hacer que el odio entre nosotros cunda,
y no luzcan jamás horas serenas;

podrá impedir nuestra unidad fecunda;
mas no evitar que mi patria el llanto
con el que tú derrames se confunda.
¡No lo conseguirá! ¡No puede tanto!

Diciembre de 1877.

autógrafo

Gaspar Núñez de Arce


(1) La novela Eurico el Presbítero

(2) La narración histórica titulada La bóveda.


«Gritos del Combate» (1904)

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