A LA MUERTE DE DON ANTONIO RÍOS ROSAS
¡Cayó como la piedra en la laguna
con recio golpe en la insondable fosa!
Ya no levantará tormenta alguna
su elocuencia, vibrando en la tribuna,
como el rayo terrible y luminosa.
¡Triste destino de la gloria humana
tan costosa, tan mísera y tan vana!
¡Ayer grandeza, y entusiasmo, y ruido;
hoy tributo de lágrimas; mañana
hondo silencio, y soledad, y olvido!
En la infinita sed que nos aqueja,
¿qué es nuestra vida? El sueño de un momento,
onda que pasa, sombra que se aleja,
ave tímida y muda que no deja
ni el rastro de sus alas en el viento.
¡Cuántas, cuántas memorias arrebata
nuestra viviente y rauda catarata!
¿Qué es el mártir? ¿Qué el genio?
¿Qué el tirano
en el torrente del linaje humano,
que al través de los tiempos se dilata?
La secular encina, siempre verde,
de sus marchitos frutos se despoja
sin que nadie, mirándola, recuerde
ni el seco ramo, ni la inútil hoja
que en su invisible crecimiento pierde.
¡Todo es misterio, vértigo y locura!
La vida frágil, el renombre incierto,
y la tremenda eternidad obscura...
Sólo podemos dar a los que han muerto,
con fe piadosa, honrada sepultura.
El la tendrá con lágrimas regada.
¿Cómo olvidar tan pronto, patria mía,
la imperiosa atracción de su mirada,
su voz, su ardiente voz, rígida espada
que al chocar y al herir resplandecía?
A veces imagino que aún le veo
erguirse reposado y pensativo,
y a un tiempo mismo Tácito y Tirteo,
arrostrar el contrario clamoreo,
cuanto más acosado más altivo.
Con fuerza potentísima y secreta
brotaban de su espíritu fecundo
el dardo agudo, la alusión discreta,
la cólera inspirada del poeta
y la sentencia del varón profundo.
En el peligro, enérgico y valiente,
jamás cedió su varonil denuedo,
ni se dejó arrastrar por la corriente;
nunca dobló su poderosa frente
ante los vanos ídolos del miedo.
Noble y robusto vástago de aquella
viril generación, que al mundo vino
cuando, impulsado por su infausta estrella,
marcó en España su iracunda huella
el rayo de la guerra y del destino;
cuando de su letargo despertaba
la nación de Lepanto y de Pavía,
y en lid ardiente, inextinguible y brava,
mostró con su tesón que no quería
vivir sin honra, ni morir esclava.
Nacida entre el tumulto y el fracaso
de una lucha titánica y suprema,
esa generación que hacia su ocaso
dirige el triste y vacilante paso,
es el himno triunfal de aquel poema.
Arrojada y resuelta cual ninguna,
como engendrada en tan heroico empeño,
templola en sus rigores la fortuna,
la ronca tempestad meció su cuna
y el eco del cañón la arrulló el sueño.
Siempre en la brecha y siempre enardecida,
sin temor al destierro ni al verdugo,
con estoico desprecio de la vida
rompió, lidiando, el ominoso yugo
que soportaba España envilecida.
De su entusiasta afán en los extremos
amasó con la sangre de sus venas
la libertad que a su valor debemos.
¡Hoy nosotros, sus hijos, no tenemos
ni esperanza, ni fe, ni patria apenas!
El genio nacional, antes dormido
en la profunda noche del olvido,
llenó los aires con su voz sonora,
como el alegre pájaro en el nido
cuando le llama la rosada aurora.
¡Qué espontáneo y feliz renacimiento!
¡Qué pléyada de artistas y escritores!
En la luz, en las ondas, en el viento
hallaba inspiración el pensamiento,
gloria el soldado y el pintor colores.
¡Larra, Pacheco, Rivas, Espronceda,
Olózaga, Donoso, Avellaneda,
y cien nombres, orgullo de la historia,
ya son polvo no más! ¡Ya su memoria
sólo en el pueblo que ilustraron queda!
¡Su memoria mortal, que se derrumba
al impulso del siglo! Eco postrero
de su apagada voz, sordo retumba
en el helado mármol de la tumba,
y se pierde en los ámbitos ligero.
Cuando, vertiendo silencioso llanto,
vuelvo a mi Edad la vista atribulada,
siento a la vez indignación y espanto.
¡Cómo pensar, generación menguada,
que en pocos lustros descendieras tanto!
Nuestros padres con ánimo sereno
hallaron en los campos de pelea
algo fecundo, provechoso y bueno.
Nosotros, sumergidos en el cieno,
no encontramos un hombre ni una idea.
Su aliento generoso y esforzado,
de Cádiz a las cumbres del Pirene
avivó el fuego del honor sagrado.
Hoy la estéril república no tiene
ni un cantor, ni un artista, ni un soldado.
Ni nos defiende ya, ni el golpe embota
partido en mil pedazos nuestro escudo.
El vulgo, el necio vulgo nos azota:
yace el arte decrépito, está mudo
el genio, el arpa destemplada y rota.
Alguien con torpe y mentiroso halago,
en busca del aplauso apetecido,
agitó el fondo del impuro lago,
¡ay! y el vapor del fango removido
sólo engendra la peste y el estrago.
Tú dormirás en paz ¡oh varón fuerte!
con el sol de la patria que declina.
Y es venturosa y envidiable suerte
reposar en los brazos de la muerte,
cuando todo es dolor, vergüenza y ruina.
Tú de este triste y borrascoso drama
sacaste el puro corazón ileso.
Otros, que el pueblo alborotado aclama,
no dormirán tranquilos bajo el peso,
bajo el peso terrible de su fama.
5 de noviembre de 1873.
Gaspar Núñez de Arce