¡POBRE LOCA!
I
Todas las tardes, cuando el sol declina
en brazos del misterio,
una mujer llorosa se encamina
al santo cementerio.
Con tosco y miserable desaliño,
tocas de luto viste,
lleva de la mano a un pobre niño
descalzo, enfermo y triste.
paso torpe y trémulo apresura
marchando silenciosa
hacia la solitaria sepultura
en que su amor reposa.
¡Ay! su semblante tétrico y sombrío,
su atónita mirada
reflejan el dolor y el desvarío
de un alma destrozada.
Al pie del nicho desarruga el ceño,
detiene su carrera,
llama en la losa con tenaz empeño,
y espera, espera, espera...
El niño tiembla. La impaciente loca
que a un tiempo reza y gime,
que el dulce nombre del esposo invoca
con ansiedad sublime,
golpea el mármol sepulcral, y el eco
sordamente retumba
con lúgubre gemido, desde el hueco
de la cerrada tumba.
Y la infeliz mujer, en son de queja
grita: —¿dónde estás, dónde?—
Rompe en sollozos, y por fin se aleja
diciendo al niño: —¿Ves? No me responde.—
II
¡Ah, no le llores más! ¿Por qué el ingrato,
por qué, si te quería,
abandonó tu cariñoso trato,
tu blanda compañía,
la santa paz de la familia, el culto
de sus tranquilos lares,
para excitar en medio del tumulto
las iras populares?
Siempre deja en su bárbaro extravío
la inquieta muchedumbre,
más de un amante corazón vacío,
más de un hogar sin lumbre.
¿Por qué no recordó cuando inhumano
a su rencor cediendo,
corrió a verter la sangre de su hermano
en el combate horrendo,
que cuantos en la lucha sucumbían,
ante el peligro fijos
por la voz del deber, como él tendrían
madres, esposas, hijos?
¿Por qué no recordó que un pueblo libre,
ni límite ni coto
pondrá a sus desventuras, mientras vibre
el arma en vez del voto?
¡Ah, no le llores más! No lo merece.
No sufras ni batalles.
El que mancha con sangre, el que envilece
por plazas y por calles
la augusta libertad, el que furioso
apela al hierro insano,
no es tierno padre, ni sensible esposo,
ni honrado ciudadano.
17 de noviembre de 1873.
Gaspar Núñez de Arce