EPÍSTOLA PRIMERA
CARTA DE JOVINO A SUS AMIGOS SALMANTINOS
Est quodam prodire tenus, si non datur ultra
(Horacio, Epis. I, lib. I, v. 32).
A vosotros, oh ingenios peregrinos,
que allá del Tormes en la verde orilla,
destinados de Apolo, honráis la cuna
de las hispanas musas renacientes;
a ti, oh dulce Batilo, y a vosotros,
sabio Delio y Liseno, digna gloria
y ornamento del pueblo salmantino;
desde la playa del ecuóreo Betis
Jovino el gijonense os apetece
muy colmada salud; aquel Jovino
cuyo nombre, hasta ahora retirado
de la común noticia, ya resuena
por las altas esferas, difundido
en himnos de alabanza bien sonantes,
merced de vuestros cánticos divinos
y vuestra lira al sonoroso acento.
Salud os apetece en esta carta,
que la tierna amistad y la más pura
gratitud desde el fondo de su pecho
con íntima expresión le van dictando;
que pues le niega el hado el dulce gozo
de estrechar con sus brazos vuestros pechos,
de urbanidad y suave amor henchidos,
podrá al menos grabar en estas letras
la dulce sensación que en su alma imprime
del vuestro amor la tierna remembranza.
Y no extrañéis que del eolio canto
cansada ya su musa, se convierta
al compás lento y numeroso que ama
tanto la didascálica poesía;
que en vano de su pecho, penetrado
del forense rumor, y conmovido
al llanto del opreso, de la viuda
y el huérfano inocente, presumiera
lanzar acentos dulces, ni su lira,
otras veces sonora, y hora falta
de los trementes armoniosos nervios,
al acordado impulso respondiera,
ni en fin a los avisos que me dicta
tu voz, oh Polimnía, con astuta
y blanda inspiración fuera otro verso
que el verso parenético oportuno.
¡Ah, mis dulces amigos, cuán ilusos,
cuánto de nuestra fama descuidados
vivimos! ¡Ay, en cuán profundo sueño
yacemos sepultados, mientras corre
por sobre nuestras vidas, aguijada
del tiempo volador, la edad ligera!
¿Por ventura queremos que nos tope
sumidos en tan vil e infame sueño
la arrugada vejez, que poco a poco
se viene hacia nosotros acercando?
¿O que la muerte pálida sepulte
con nosotros también nuestra memoria?
Y el hombre a quien el Padre sempiterno
ornó con alto ingenio y con espirtu
eternal y celeste, ¿estará siempre
a escura y muelle vida mancipado,
sin recordar su divinal origen
ni el alto fin para que fue nacido?
¡Ay, Batilo! ¡Ay, Liseno! ¡Ay, caro Delio!
¡Ay, ay, que os han las magas salmantinas
con sus jorguinerías adormido!
¡Ay, que os han infundido el dulce sueño
de amor, que tarde o nunca se sacude!
No lo dudéis: mis ojos, aún no libres
del susto, en un sueño misterioso
sus infernales ritos penetraron.
¿Contárosle he? ¿Qué numen me arrebata
y fuerza a traspasar de mis amigos
el tierno corazón? Acorre ¡oh diva!,
y pues mi voz, a tu mandar atenta,
renueva en triste canto la memoria
del infando dolor, acorre, y alza
con soplo divinal mi flaco aliento.
Yacen del Tormes a la orilla, ocultos
entre ruinas, los restos venerables
de un templo, frecuentado en otros siglos
por la devota gente salmantina,
mas hora sólo de agoreros búhos
y medrosas lechuzas habitado.
La amenidad huyó de aquel recinto,
y sólo en torno de él dañosas yerbas
crecen, y altos y fúnebres cipreses.
Aquí su infame junta celebraron
las Lamias. ¡Oh, si fuera poderosa
mi voz de describirla y dar al mundo
cuenta de sus misterios nunca oídos!
En la mitad de su carrera andaba
la noche, y ya su manto tenebroso
cubría en torno el soñoliento mundo;
todo era oscuridad, que hasta la luna
su blanca faz del cielo retirara
por no ver el nefando sortilegio,
y el horror y el silencio más medroso
hacían el imperio de las sombras;
cuando desde una puerta del palacio
del Sueño un negro ensueño desprendido
llegó de un vuelo adonde yo yacía.
Con la siniestra suya asió mi mano,
y con medrosa voz: «Jovino, dice,
ven y verás el duro encantamiento
que prepara la Invidia a tus amigos.
Ven, y si en tal ejemplo no escarmientas,
¡triste de ti, mezquino!» Dijo, y luego
sobre sus negras alas me condujo
por medio de las sombras hasta el pórtico
del arruinado templo. No bien hube
llegado, cuando asidas de las manos,
siete horrendas figuras parecieron
desnudas, y de hediondas confecciones
ungido el sucio cuerpo. Presidenta
del congreso infernal la fiera Invidia
venía, de serpientes coronada
la frente, triste, airada, desdeñosa,
y de los Celos y el Rencor seguida.
En medio del silencio un gran suspiro
lanzó del hondo pecho, y revolviendo
la sesga vista en torno: «Nunca tanto,
dijo, de vuestro auxilio y vuestras artes
necesité, oh amigas, ni tan fiero,
ni tan grave dolor clavó algún día
en mi sensible corazón su punta.
¡Oh, si capaz de aniquilar el orbe
fuese la llama atroz que le devora!
Tres aborridos nombres (y con rabia
Batilo pronunció su torpe boca,
Delio y Liseno) por el ancho mundo
va esparciendo la Fama, mi enemiga.
Su trompa los proclama en todas partes,
y ya a más alto vuelo preparada,
si no la enmudecemos, estos nombres
serán muy luego alzados a las nubes,
y sonarán del uno al otro polo.
Febo los patrocina, y no le es dado
a mi flaco poder mancharlos; pero
se rendirán al vuestro, si adormidos
en blando amor...». No bien tan fiera idea
cayó del sucio labio, cuando en torno
del demolido templo en raudos giros
dio el maléfico coro siete vueltas.
Después alternativas susurraron
muchos versos de ensalmo, con palabras
de mágico vigor y rabia henchidas,
a cuya fuerza desde la honda entraña
de la tierra salieron redivivos
los fríos huesos, que de luengos días,
del humanal vestido ya desnudos,
allí dormían. ¡Ay, cuán prestamente
en los hambrientos dientes de la Invidia
los vi yo triturados, y en sus manos
a leve y sucio polvo reducidos...!
En esto hacia los ángulos internos
del templo corren las malignas sagas,
y del sombrío suelo mil dañosas
plantas recogen con siniestra mano
y misteriosos ritos arrancadas.
También allí prestó la cruda Invidia
su auxilio, y en sus palmas estrujando
las hojas y raíces, hizo luego
que destilasen los dañosos jugos
cuanta virtud en ellos se escondía.
El zumo de la fría adormidera,
cortada su cabeza al horizonte,
que infunde a veces el eterno sueño;
el de la yerba mora, que altamente
el cerebro perturba; el hiosciamo,
y el coagulante jugo que destilan,
heridas, las raíces misteriosas
de la fría mandrágula, allí fueron
diestramente extraídos, y con nuevo
ensalmo derramados sobre el polvo
de los humanos huesos. Mientras una
de las sagas volvía y revolvía
el preparado adormeciente lodo,
sacó la Invidia del cuidoso pecho
tres relucientes nóminas, con rasgos
de roja y venenosa tinta escritas.
¡Ah, no creáis, amigos, que mi pluma
os pretenda engañar! Mis propios ojos,
en tierno llanto entonces anegados,
vieron ¡oh maravilla! los tres nombres,
los dulces nombres de Ciparis bella,
de Julinda y de Mirta la divina,
que estaban allí escritos. Y cual suele
-si tiene tal prodigio semejante-
brillar con propia luz en noche oscura
la lícnide purpúrea, que en su rumbo
suspende al receloso caminante,
así en la oscuridad resplandecían
los tres amados nombres. Entre tanto
mi corazón absorto palpitaba
de pasmo y de temor. La Invidia entonces,
dividiendo en pedazos muy menudos
las esplendentes nóminas, de esta arte
habló a sus compañeras: «Consumemos
¡oh amigas! nuestra obra, y estos nombres,
adorados de Delio y sus secuaces,
a la maligna confección mezclemos.
Su virtud penetrante, aun más activa
que los venenos mismos, irá recta-
mente a iludir sus tiernos corazones;
y a blando amor eternamente dados,
la vida pasarán adormecidos,
y morirán sin gloria». Dijo, y luego
mezcló los rutilantes caracteres
al crüel maleficio, e infundioles
nuevo vigor con su maligno soplo.
Repitieron las brujas el susurro
sobre la masa ponzoñosa, y dieron
alegre fin a la perversa junta.
Yo en tanto, lleno de dolor, enviaba
del hondo pecho a Apolo ardientes votos.
«Brillante dios, decía, si la gloria
de tan dignos alumnos interesa
tu pía omnipotencia en favor suyo,
¡ah, destruye la fuerza venenosa
del duro encantamiento, y de la infamia
y de la eterna escuridad redime
los nombres que otra vez has protegido!
¡Desata el preparado encantamiento,
y sálvalos, oh Dios, para que eterna-
mente suba a tu trono el dulce acento
de su lira, en cantares eucarísticos
gratamente empleada!». Aquí llegaba
el bien sentido ruego, que sin duda
oyó piadoso el numen, porque al punto
descendió un resplandor desde lo alto,
al meridiano sol muy semejante,
que iluminando el pavimento ombrío,
al golpe de su luz postró a la Invidia
y a sus viles ministras, y arrojólas
precipitadas hasta el hondo abismo.
¿Será estéril, oh amigos, de este ensueño
el misterioso anuncio? ¿Siempre, siempre
dará el amor materia a nuestros cantos?
¡De cuántas dignas obras, ay, privamos
a la futura edad por una dulce
pasajera ilusión, por una gloria
frágil y deleznable, que nos roba
de otra gloria inmortal el alto premio!
No, amigos, no; guiados por la suerte
a más nobles objetos, recorramos
en el afán poético materias
dignas de una memoria perdurable.
Y pues que no me es dado que presuma
alcanzar por mis versos alto nombre,
dejadme al menos en tan noble empeño
la gloria de guiar por la ardua senda
que va a la eterna fama, vuestros pasos.
Ea, facundo Delio, tú, a quien siempre
Minerva asiste al lado, sus, asocia
tu musa a la moral filosofía,
y canta las virtudes inocentes
que hacen al hombre justo y le conducen
a eterna bienandanza. Canta luego
los estragos del vicio, y con urgente
voz descubre a los míseros mortales
su apariencia engañosa, y el veneno
que esconde, y los desvía dulcemente
del buen sendero, y lleva al precipicio.
Después con grave estilo ensalza al cielo
la santa religión de allá abajada,
y canta su alto origen, sus eternos
fundamentos, el celo inextinguible,
la fe, las maravillas estupendas,
los tormentos, las cárceles y muertes
de sus propagadores, y con tono
victorioso concluye y enmudece
al sacrílego error y sus fautores.
Y tú, ardiente Batilo, del meonio
cantor émulo insigne, arroja a un lado
el caramillo pastoril, y aplica
a tus dorados labios la sonante
trompa, para entonar ilustres hechos.
Sean tu objeto los héroes españoles,
las guerras, las victorias y el sangriento
furor de Marte. Dinos el glorioso
incendio de Sagunto, por la furia
de Aníbal atizado, o de Numancia,
terror del Capitolio, las cenizas.
Canta después el brazo omnipotente,
que desde el hondo asiento hasta la cumbre
conmueve el monte Auseva y le desploma
sobre la hueste berberisca y suban
por tu verso a la esfera cristalina
los triunfos de Pelayo y su renombre,
las hazañas, las lides, las victorias
que al imperio de Carlos, casi inmenso,
y al Evangelio santo un nuevo mundo
más pingüe y opulento sujetaron.
Canta también el inmortal renombre
del héroe metellímneo, a quien más gloria
que al bravo macedón debió la Fama.
O en fin, la furia canta y las facciones
de la guerra civil que el pueblo hispano
alió y opuso al alemán soberbio.
Dirás el golfo catalán en furia
contra Luis y su nieto, los leopardos
vencidos en Brihuega, y los sangrientos
campos de Almansa, do cortó a Filipo
sus mejores laureles la Victoria.
La empresa que a tu pluma reservada
queda, oh caro Liseno, ¡ah, cuán difícil
es de acabar, cuán ardua! Mas ya es tiempo
de proscribir los vicios indecentes
que manchan nuestra escena. ¡Cuánto, oh cuánto
la gloria de la patria se interesa
en este empeño! Triunfan mil enormes
vicios sobre el proscenio, y la ufanía,
el falso pundonor, el duelo, el rapto,
los ocultos y torpes amoríos,
contra el desvelo paternal fraguados,
y todas las pasiones son impune-
mente sobre las tablas exaltadas.
Despierta, pues, oh amigo, y levantado
sobre el coturno trágico, los hechos
sublimes y virtuosos, y los casos
lastimeros al mundo representa.
Ensalza la virtud, persigue el vicio,
y por medio del susto y de la lástima
purga los corazones. Vea la escena
al inmortal Guzmán, segundo Bruto,
inmolando la sangre de su hijo,
de su inocente hijo, al amor patrio...
¡Oh espíritu varonil! ¡Oh patria! ¡Oh siglos,
en héroes y altos hechos muy fecundos!
Vuestro auxilio también en esta empresa
imploro, oh mi Batilo, oh sabio Delio.
¡Ah, vea alguna vez el pueblo hispano
en sus tablas los héroes indígenas
y las virtudes patrias bien loadas!
Bajar podréis también al zueco humilde,
y describir con gesto y voz picantes
las costumbres domésticas, sus vicios
y sus extravagancias... Pero, ¿dónde
encontraréis modelos? Ni la Grecia,
ni el pueblo ausonio, ni la docta Francia
han sabido formarlos. Reina en todos
el vicio licencioso y la impudencia.
Mas cabe el ancha vía hay una trocha,
hasta ahora no seguida, do las burlas
y el chiste nacional yacen en uno
con la modestia y el decoro aliados.
Seguid, pues, este rumbo. ¡Qué tesoros
descrubriréis en él! ¡Será el teatro
escuela de costumbres inocentes,
de honor y de virtud! Será... Mas, ¿dónde
del bien común el celo me arrebata?
¡Ah, si su llama alcanza a vuestro pecho,
de los trabajos vuestros cuán opimos
frutos debo esperar! ¡Y cuánta gloria
estará en otros siglos reservada
al celo de Jovino, si esta insigne,
si esta dichosa conversión, que tristes
y llenas de rubor tanto ha que anhelan
las musas españolas, fuese el fruto
de sus avisos dulces y amigables!
Gaspar Melchor de Jovellanos
Obras Completas. Tomo I. Edición de José Miguel Caso González. Centro de Estudios del siglo XVIII e Ilustre Ayuntamiento de Gijón. 1984