EL HIJO
Ya soy feliz, ya tengo un hijo, ya no estoy solo por completo en este mundo.
Ya existe un ser que me acompaña, ya tengo un sitio asegurado en el futuro.
Cuando mi vida estaba sola, todo era en ella indefinido y vagabundo.
El universo era de arena; los días eran como el viento y como el humo.
Desde que estoy acompañado, todo se vuelve más preciso y más seguro.
Y entre las cosas recobradas tengo descanso, tengo sombra y tengo rumbo.
Vivo en la tierra como el árbol; tengo cimientos en la tierra como el muro.
Y estoy fundado en esta vida con todo el peso de la frente y de los puños.
Mi corazón estaba seco, mi corazón en este yermo estaba mustio.
Pero por fin ha retoñado, y en este yermo ha dado flor y ha dado fruto.
Al florecer y al dar su fruto de bendición, mi corazón mira y se asombra.
No sé si el mundo es el de siempre, pero lo cierto es que lo veo en otra forma.
Todo es más bello y más profundo, todo es más vivo y más perfecto que hasta ahora.
Todo conmueve con más fuerza, todo se imprime con más fuerza en la memoria.
Los elementos renovados están sujetos dulcemente a nuevas normas.
El agua es limpia, el fuego dócil, el aire diáfano y la tierra luminosa.
Todos los seres son tan míos que no los puedo distinguir de mi persona.
Desde el gusano hasta la estrella, desde la piedra que no siente hasta la rosa.
El universo recupera su voz de niño y su mirada candorosa.
Con todo el ser en los sentidos, yo estoy pendiente de sus ojos y su boca.
Desde que soy padre de un hijo, vivo en la tierra con el alma y con el cuerpo.
Y en este mundo de los hombres ya tengo parte, ya no soy un forastero.
Siento que todas mis raíces están hundidas como garras en el suelo.
Y que del centro de la tierra sube a mis labios un temblor de sangre y fuego.
Abro los ojos y descubro que ya no hay ser con quien no tenga parentesco.
Hasta los hombres más lejanos son mis hermanos en la carne y en los huesos.
En cada voz me reconozco y encuentro un aire familiar en cada gesto.
Veo mi huella en cada huella y oigo el latido de mi pecho en cada pecho.
Ya no me siento desterrado, ya no contemplo el universo desde lejos.
Ahora vivo en este mundo, y en este mundo soy feliz y estoy despierto.
Siento algo así como si el alma y el corazón hubieran dado un hondo grito.
Y en ese grito me arrancaran lo más perfecto y lo más puro de mí mismo.
Un sol que no es el de este mundo llena mi ser con su calor desconocido.
Y con su luz maravillosa me alumbra el alma, el corazón y los sentidos.
Ya estoy seguro para siempre contra la fuerza silenciosa del olvido.
Porque ya tengo un eco eterno, porque ya tengo para siempre un eco vivo.
Ya ni la muerte poderosa tendrá poder sobre mi nombre y mi apellido.
Porque este río que hoy empieza los llevará con emoción de siglo en siglo.
Eco de carne de mi carne, que ha de rodar como una piedra en el abismo.
Río de sangre de mi sangre, que ha de correr por este mundo como un río.
Desde que soy padre de un hijo, vivo escuchando los lejanos corazones.
Y adivinando los gemidos de los que sufren más allá del horizonte.
Ninguna queja se me oculta, ninguna lágrima furtiva se me esconde.
Estoy atento a las miradas, a los latidos, a los gestos y a las voces.
Comunicado con el mundo, siento sus penas y comparto sus dolores.
Y un gran deseo de profunda fraternidad me llena el pecho hasta los bordes.
Quiero que todos en la tierra sean felices como yo, que nadie llore.
Quiero que cesen las querellas y que haya paz y comprensión entre los hombres.
Que hasta las puertas más hostiles giren un día con amor sobre sus goznes.
Y que el amor entre por ellas, y que la vida verdadera empiece entonces.
Francisco Luis Bernárdez