A LA MÚSICA
Como los ángeles —con su palor de tanta
eternidad, y con su olor
a pájaro disecado—,
como los trozos
de periódico que el viento arremolina en su locura
igual que un crucigrama de palabras secretas,
igual que las estrellas y los astros,
tu lugar es el aire.
Tu lugar es el aire y lo infinito,
pues nunca dejas de sonar en la memoria
—y te eternizas siempre, por ejemplo,
en aquel que tocó por vez primera
la cintura o el cuello de una niña
al bailar enlazados
por las garras de algodón de su inocencia
en la fiesta infantil.
Tu lugar es el aire y el pasado,
pues del pasado llegas
con tus emocionales
pentagramas de resurrección,
reconstruyendo
nuestra vida perdida en esos túneles
del tiempo que expiró entre nuestros brazos
con el leve estertor
de un reloj que se para de repente.
Tu lugar, de pura levedad, está en ti misma,
igual que sólo en sí vive el perfume
de las flores diabólicas y de ciertas mujeres.
El tiempo sólo en ti
se digna detenerse un solo instante
para luego seguir
huyendo, delincuente,
de sus perseguidores, los que buscan
lograr la recompensa de un fugaz espejismo
de intensa eternidad
y se agarran a ella en su deriva
como el náufrago al mástil zozobrante.
Sólo a ti te respeta
ese monstruo pequeño
que vive refugiado en los relojes
y en nuestro corazón, rugiendo en su tic-tac.
Sólo contigo el tiempo es piadoso
—y eternamente vives en el aire.
Leve espíritu pródigo que armonizas el mundo,
no dejes nunca de flotar en él como el volátil
veneno de las melancolías.
Y danos el antídoto
contra la mortandad sin fin del pequeño universo
que en vida cultivamos
igual que jardineros
que arrojan al desierto las semillas
de los sueños quiméricos del alma.
Tu lugar es el aire,
y de aire está hecho el pensamiento,
esa defectuosa música que nos conduce,
como ratones hechizados, hacia la
consumación,
mientras tú suenas.
Felipe Benítez Reyes