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PRIMER CANTO.

EL MENSAJERO

Al poeta Antonio Llanos

Ha de venir, y nacerá mañana.
Parto de soledad le dará vida,
sin hembra, ni serpiente, ni manzana.

Beberá leche y miel —virtud fundida
en gracia— para dar música al viento
y acosar al dragón en su guarida.

Hierbas del campo le darán sustento
—dulce filtro de amor para la entraña,
jugo de acíbar para el pensamiento—.

Oirá su propia voz en la montaña
antes que asombre piélago y llanura
con palabra profética y extraña.

Pasará la niñez alegre y dura:
jugará con el cisne y con la fiera
en retozo de sangre y de blancura.

Se bañará de sol en primavera,
de aliento de huracanes en el monte,
y de efluvios a ras de la pradera.

Desnudo irá, para que el cuerpo afronte
fuego y escarcha, mientras tiende mudo
los ojos al azul del horizonte.

Su espíritu también irá desnudo
para que contra el mal y la mentira
la propia desnudez sirva de escudo.

Sabrá cantar. Le prestarán su lira
mares y selvas, y será su canto
voz de perdón o sacrosanta ira.

Sabrá llorar. Destilará del llanto
eucarística sal para la ciencia
y linfa bautismal para ser santo.

Firme de paso y puro de conciencia,
irá por los senderos escondidos
forjando su impoluta adolescencia.

Dócil al aguijón de los sentidos,
a su sed de visión vendrá la aurora
y el canto a la avidez de los oídos.

Violará la caverna donde mora
la prole del león en el desierto,
y año tras año aguardará la hora.

Noches y días mantendrá despierto
y escudriñante el ojo al esperado
signo de luz que alumbrará su huerto.

Estéril como lirio inmaculado,
no engendrará jamás en vientre impuro
al hijo de la muerte y el pecado.

Oirá la voz del mar desde el oscuro
antro de su retiro, y cada ola
le henchirá de esperanza y de futuro.

Se embriagará de gracia en la corola,
de blancor en las nieves, y de fuego
en el sol que las nubes arrebola.

Lo calará la lluvia como riego
lustral, y al cielo tenderá la mano
en doble acción de gracias y de ruego.

Prisionero en la torre de su arcano,
en soledad aprenderá la vida,
sin vivir con los hombres será humano.

Sabio de infusa ciencia, no aprendida
la evangélica voz, puro y entero
en su verdad, el ánima encendida

en hogueras de amor, por el sendero
que él abrirá desde la cima al mundo,
ha de bajar un día el Mensajero.

Lo anunciarán un aire vagabundo,
un divino pavor de corazones,
un callar enigmático y profundo.

Le seguirán rebaños de leones,
y heraldos de sus ojos adormidos
irán en vuelo pájaros y halcones.

Derramará la paz en los sentidos,
y en los arroyos de la clara senda
tigre y cordero abrevarán unidos.

Humana expectación... Una leyenda
cifrada en luz, lo nombrará en la altura
—legible para el ojo que comprenda—.

Abierta en dos la cabellera oscura,
bajará de su frente hasta los hombros,
y a su presencia, vidas y llanura
florecerán de augurios y de asombros.



Enrique González Martínez


«El diluvio de fuego» (1938)

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