LA NOVIA DE LÁZARO
A mi hermana Flor
y el que había estado muerto, salió
atadas las manos y los pies con vendas
y su rostro estaba envuelto en un sudario.
Vers. 44, Cap. 8, Evang. S. Juan.
I
Vienes por fin a mí, tal como eras, con tu emoción
antigua y tu rosa intacta, Lázaro rezagado, ajeno al fuego de la
espera, olvidado de desintegrarse, mientras se hacía polvo,
ceniza, lo demás.
Vuelves a mí, entero y sin jadeos, con tu gran sueño
inmune al frío de la tumba, cuando ya Martha y María,
cansadas de esperar milagros y deshojar crepúsculos, bajan en
silencio lentamente la cuesta de todas las Bethanias.
Vienes; sin contar con más esperanza que tu propia esperanza ni
más milagro que tu propio milagro. Impaciente y seguro de
encontrarme uncida todavía al último beso.
Vienes todo de flor y luna nueva presto a envolverme en tus mareas
contenidas, en tus nubes revueltas, en tus fragancias turbadoras que
voy reconociendo una por una…
Vienes siempre tú mismo, a salvo del tiempo y la distancia, a
salvo del silencio: y me traes como regalo de bodas, el ya paladeado
secreto de la muerte.
Pero he aquí que como novia que vuelvo a ser, no sé si
alegrarme o llorar por tu regreso, por el don sobrecogedor que me haces
y hasta por la felicidad que se me vuelca de golpe. No sé si es
tarde o pronto para ser feliz. De veras no sé; no recuerdo ya el
color de tus ojos.
Dulce María Loynaz de Castillo