DE REGRESO
I
¡Qué crepúsculo aquél! Vago cambiante,
aún lo recuerda con placer el alma;
¡cómo brillaba el sol agonizante,
sobre las hojas de la altiva palma!
Y sobre el grueso tronco del banano,
sobre las verdes y tupidas hiedras,
y sobre el vasto y anchuroso llano,
sembrado a trechos de negruzcas piedras.
¡Cuál brillaba el arroyo murmurante
que s.e arrastraba, perezoso y lento,
cómo brillaba el arenal distante,
cómo silbaba en la floresta el viento!
¡Cuál cruzaban· las nubes de topacio
que el sol poniente con su lumbre baña,
qué grandeza reinaba en el espacio,
qué majestad reinaba en la montaña!
Ella andaba a mi lado lentamente,
ante esos horizontes tan hermosos,
por la arenosa playa de la fuente,
y a la sombra de verdes pomarrosos.
Y andábamos, mirando en lontananza
el porvenir poblado de ilusiones;
radiantes nuestras almas de esperanza,
inundados de amor los corazones.
Cuando la luz del sol ya se apagaba,
mis ojos se encontraban con los suyos,
al vago resplandor que nos prestaba
la fosfórica luz de los cocuyos.
Y era feliz, mas pronto me obligaba
el destino a dejar esos lugares,
a decir un adiós a la que amaba,
y a esos rayos de sol crepusculares.
Llegó el momento al fin y acongojado,
adiós le dije, y me alejé, sombrío,
y sentí al separarme de su lado
como el vértigo helado del vacío.
Me esperaba el bridón en la enramada
hiriendo el suelo con su duro casco;
como ansioso de hallarse en la jornada,
coronando peñasco tras peñasco.
Monté llevando el corazón de luto,
y siguiendo la ley de mi destino,
clavé la espuela en el hijar del bruto,
y lo lancé al galope en el camino.
II
Sobre un alto penon, en la montaña,
torné a mirar, entre el boscaje umbrío,
y dije al ver su rústica cabaña,
con su arboleda, con su manso río:
Dejad naranjos que le dé su sombra
vuestro ramaje perfumado y verde;
dale, llanura, tu mullida alfombra,
y decidle al pasar, que me recuerde.
Y tú, ¡oh río!, que para ella, pura
tranquila fuente tu raudal se vuelva;
que pase murmurando en la llanura,
después de rebramar entre la selva.
Aunque en la selva oscura, enmarañada,
tú, aquilón, luches contra el roble y venzas,
tómate brisa suave y perfumada que arrulle
y meza sus doradas trenzas.
Descendí triste del peñón hirsuto
y siguiendo la ley de mi destino
clavé la espuela en el hijar del bruto,
y me perdí en el áspero camino.
Y después no vi más los platanales,
ni los bejucos del boscaje umbrío,
y dejaba a lo lejos los juncales,
la selva, el monte, la llanura, el río.
Adiós dije a la ceiba gigantea
y a la altanera, cimbradora palma,
adiós le dije a la escondida aldea,
donde dejaba la mitad del alma.
Diego Uribe