DE LOS ASESINOS
A Heriberto Sánchez
I
Los asesinos olían a vaca y tierra aunque de común viajaban en jeeps o en automóviles negros a conciencia. En su niñez compartía con ellos un amor a los tangos que los hacía llorar de emoción cuando él se detenía al borde de sus cantinas a escuchar, perdido en la dulzura mortal de los bandoneones. Su hermano, aterrorizado, le rogaba que siguiera a casa, y ellos sonreían tiernos y cómplices con sus dientes a caballo: el brillo de sus ojos contrastaba eterno con el brillo de sus armas.
II
En la cantina de El Pijao nunca mataron a nadie, que yo sepa, aunque los asesinos bebían aguardiente y cantaban rancheras y tangos hasta la madrugada. Pero en la de Don Miguel, donde había un árbol hermoso y le regalaban una almendra de dulce cada vez que compraba algo para su madre, murió abaleado el pobre hombre que esa noche pedía agua, por favor, golpeando en todas las ventanas.
III
Del pasto de las fieras también comía su rabia cuando en el desfile de la soledad oía el murmullo de los asesinos. Si era en la noche arrastraban sus pies como si fueran chamizas puestas a barrer el patio; si era en la tarde sólo el sol violento desafiaba la ira de sus armas en la mesa de la cantina. Ganas daban de sacar la cauchera y ponerlos a raya, pero a doble llave su madre lo encerraba cuando, antecito de la cena, el toque de queda dictando la soledad se quedaba.
IV
De los sobrevivientes hablaba con H. aquella tarde en Cincinnati y recordamos al obrero blando de algodón en la fábrica de telas, al limpiador de zapatos en la Plaza de Caycedo, a la prostituta sin dientes que se llamaba Divina y tenía una pollera amarilla, y a otros que fueron doctores y abogados con sus tenazas. Nos quedamos en silencio cuando vino de improviso el aullido de los asesinos.
V
Cuando oyó su grito el padre suspendió la lectura: los asesinos se habían apoderado de sus sueños. Con cuidado y dulzura lo llevaron hasta la cama y la madre dijo: No hay que leerle más a este muchacho, se le suben los nervios.
Armando Romero