MI AMIGO EL POETA ARMANDO ROMERO
La poesía es un ejercicio para condenados. Los poetas transitan
por la calle con el rostro y con los gestos de los demás
transeúntes y sólo así sobreviven porque si
hubieran de vestirse con el traje de amianto y fósforo que les
corresponde, las gentes huirían a su paso y el pavor
reinaría a su alrededor como una luminosa corona justiciera. Los
poetas entienden esta situación y aceptan la penosa carga de
este mimetismo humillante. Pero queda una zona en donde esta
condición de víctima señalada por los siete dedos
de la lucidez, la belleza, la ira, la intemporalidad, el sueño,
la muerte y el amor, es inocultable. Esta zona la señalan las
palabras del poeta, su mirada y su trato con los demás
condenados.
Yo no conozco ejemplo más elocuente de esta condición,
que señalo con la altanera humildad del amigo, que el de Armando
Romero. Así se me apareció un día en México
y dejó en mi oficina, al despedirse, esta estela de ozono, ese
murmullo de diamantes que estallan en cadena, que son los signos que
deja el poeta a su paso. Lo frecuenté luego, nos hicimos amigos,
leí su poesía y sus relatos y ni una sola palabra suya
desdijo o traicionó esa cauda de cometa visionario que
había dejado. Lo sigo viendo a mi paso, ¡ay!, fugaz y
atropellado a mi pesar, por Caracas y siempre me deja esa
impresión vigorizante, enternecedora y temerosa de haber estado
con alguien que visita regiones y seres del dominio maldito, de los que
saben y no olvidan, de los que ven y jamás padecen las tinieblas.
Esta poesía de Armando Romero no tiene antecedente en ninguna
escuela o grupo conocidos. Yo no le encuentro esas raíces, esos
rastros que denuncian presencias ajenas, visiones retomadas,
condición por cierto nada peyorativa siempre que esas presencias
y esas visiones sean grandes y valederas. Yo encuentro en la
poesía de Romero un acercarse, un palpar y un narrar, luego, un
mundo que le es esencial y sólo compartible a través de
la delgada rendija de sus poemas. Qué envidiable y qué
terrible condición es ésta. No creo que esta
poesía goce —o padezca, según se mire— lo que suele
llamarse una gran difusión, una cierta popularidad. Son poemas,
escritos sólo para poeta, son como agua una noria febril
devolviera a su cauce primero.
El hacer esta poesía, el vivirla como la ha vivido Armando
Romero, es lo que hace de un poeta un condenado. De allí la
desolación y el amor, el desorden y la dicha que siembra a su
paso por entre las gentes, «¡oh, las intonsas gentes, dando
siempre opiniones!»
Álvaro Mutis