DESCRIPCIÓN DE LA MENTIRA (fragmento 3)
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más arriba de mi cuerpo.
He sentido el grito de los faisanes acorralados en las ramas de agosto.
Un animal invisible roe las maderas que también están más allá de mis ojos
y así se aumenta la serenidad y prevalece el olor de la mostaza que fue derramada por mi madre.
Yo convalezco en sábanas limpias que me preservan de los insectos y los cristales de mi infancia permiten la imposición de una luz que les antecede en muchos días desde que existió la solemnidad y la pureza.
En este espacio me he reunido con tu dulzura, la que traicionaste delante de mis ojos.
Ahora eres obsequioso y pacífico como el aceite que se reserva para los agonizantes;
ahora me contienes con tus manos y me descubres todos los gestos de tu rostro menos los que deben ocultarse:
tantas veces pusiste la boca sobre las heridas, tantas te desdijiste como una liebre tenebrosa...
Asediado por un azufre que no podías soportar en los alimentos,
¡tantas me recibiste en tu mirada y me participaste una escritura de carmines abrasados, tantas te desplomaste en mi existencia...! Fue una época damnificada.
Tú invocabas al chamariz y hacías que los árboles se inclinasen sobre nosotros en tardes inmóviles mientras la policía escribía nuestros nombres.
Otros días cantabas poseído por el alcohol y lo que rebosaba era azul sobre las mesas desgastadas por la lejía.
Una senda de aulagas conducía hasta tu casa donde siempre era invierno. ¡Ah cómo sentía tus dientes y cuanto tiempo te escuchaba,
cómo esperaba tu desaparición amándote!
No me dejaste otra señal que tu rostro celebrado por el llanto de las mujeres.
A tu belleza se inclinaba la serenidad, viuda tuya desde hace mucho tiempo, viuda desposeída de tus sábanas.
Esto fue cuando, atraído por el acónito, penetraste en sus cámaras;
esto fue cuando comenzó el silencio.
Tú distribuías la nostalgia de cuanto es honorable y concertado con la pulsación de los pueblos.
No quisiste ser alabado por ello sino por el horror, tu ciudadanía en aquel tiempo.
La ceniza de tus uñas se refugiaba en las escrituras y en aquellos templos cuyas maderas están señaladas a cuchillo y con la grasa de los animales torturados.
Tú, más veraz que yo porque me excedías en vigilancia,
me conducías a los lugares en que es posible saborear el cardenillo y el acero.
Durante un instante me visitó un crepúsculo cuya profundidad no me pertenece.
Regresé. Regresé hasta donde los padres son cautos y
perseguidos en sus huesos,
pero no es éste el armisticio que yo compré sobreviviéndote.
Repito que ahora eres obsequioso y que me acompañas al espacio en que las hortensias son persistentes.
Más allá, en los desvanes, siento un bramido de palomas: es un país nupcial. ¿Conoces tú la virtud de las palomas en sus excrementos?
En aquél y en éste te recibo y sólo así, mirándome en tu rostro, el que se manifiesta a través de una membrana incorruptible,
no en el furor que predicaban tus dientes aunque me amases dentro de mi madre.
En aquél y en éste te recibo y mi deseo es alimentarme con tu bondad, pero también con los aromas que te sobreviven.
Siéntate en medio de las ruinas, siéntate con dulzura en el medio o al borde de las ruinas.
Son nuestra única propiedad y yo comienzo a distinguir algunas semillas y láudano y ciertos coágulos obedientes al ejercicio de la luz.
De esta pasión, de los proverbios posteriores a tu vértigo, del animal que llora y su piedad está sobre nosotros,
tú deducirías lacre y lo pondrías en mis ojos, o quizá limaduras de níquel y otras materias aborrecibles.
Sin embargo tú amabas la suntuosidad de las banderas en el azul, encima de las bodegas.
¿Sabes qué es el olvido? ¿Qué has encontrado tú en la reserva del olvido?
Todas las enseñanzas se extinguieron como carburo en el fondo de galerías inacabadas;
todas las enseñanzas menos la palpitación del bosque y algunas huellas sobre mi carne.
El río desciende aún y yo no siento ahora sino el olor del agua.
Tus hijos y mis hijas se sumergen en el río y los que no olvidaron no se acercan nunca porque serían recibidos y quizá entrasen en nuestros cuerpos y morirían.
¿Has pensado en la paciencia, has pensado en la paciencia semejante a ónice, en la paciencia excavando tumbas en el sonido, abandonando telas inicuas a los vientos que llegarán, que llegarán como cada vez después de las expulsiones?
La ciudad no está limpia, pero en los ejidos hay irritación y el cornezuelo y el centeno cohabitan y crece un alimento que será comido por nuestros hijos.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre tú no vas a decirme.
Yo no tengo esperanza sino una pasión cuyo nombre no va a tocar tus labios.
He cruzado mi infancia y países de morfina y largos bosques en los que descansé y grandes alas pasaron sobre mis ojos.
En los lugares a los que yo acudo al atardecer hay frutos muy espesos de los que hago recolección y mis dedos son abrasados por las luciérnagas, pero yo hago recolección y me demoro en acudir a otros lugares, a las alcobas donde mi madre envejece más allá de mi vejez.
Y las palabras, fiebre bajo las tégulas, grumos retrocediendo, hieles que enloquecían bajo el disfraz del sueño,
¿qué son, qué hacen en mí cuando se ha extinguido la verdad?
De la verdad no ha quedado más que una fetidez de notarios,
una liendre lasciva, lágrima, orinales
y la liturgia de la traición.
Las hortensias extendidas en otro tiempo decoran la estancia más arriba de mi cuerpo.
¿Qué lugar es éste, qué lugar es éste? ¿Cómo estás aún en mi corazón?
Antonio Gamoneda