TU SOLEDAD ABSOLUTA
Cuando Caifás te acusaba
llevabas tensa tu vela.
Navegabas, navegabas
ocasos que amanecían.
La mano sobre el timón
enfilaba tu bajel
entre islotes de rencor.
Eras Hombre, y eran hombres
los que aún te acompañaban.
Rasgadas las vestiduras
la barca se te encalló
en la dureza rocosa
del hebreo corazón.
Aún no asomaban los peces
para tus redes de amor
y la barca quedó aislada,
pero eran odios humanos
los que aún te acompañaban.
Cantó el gallo y la punzada
descolgó tu corazón,
lo diste en una mirada
y el apóstol recordó.
Pedro lloraba, lloraba,
la soldadesca escupía...
Negaciones, salivazos,
aún, aún te acompañaban.
Pero luego...
Aherrojado en la mazmorra,
—pulsos colgados y tensos—,
miraste al cielo y sin él
todo se te hizo silencio.
Ya no mordía tu pena
ni la malicia ni el odio;
cuatro paredes de roca
sobre el temblor de tu angustia
te subieron a la boca
el sabor del abandono.
Ya no sonaban los pasos
del amigo y del apóstol
en la empedrada vereda,
ni el «hosanna» de los ramos
ni el fervor de gente buena.
Ni la sombra del olivo
te daba la bienvenida,
ni las aguas de los pozos
para tus Samaritanas,
ni la cabellera triste
de María de Magdala.
Que aunque cantasen los gallos
su canto se perdería
sobre el rencor de los hombres
endurecidos de arriba.
Tu rebaño disgregado,
tu fe negada y negada,
y en cercana perspectiva
una cruz sobre una cima.
¿Dónde estaría tu Madre?
En ninguna parte estaba.
Las horas mudas, sin tiempo,
sobre tu cuerpo dormían,
y una humanidad de siglos
desfilaba con sus lacras.
¿Dónde estaría tu Madre?
Aunque estuviese no estaba...
Tu soledad, absoluta...
Ya todo, Nada importaba.
Adelina Gurrea