OCAMPO
«¡Allá!» se dijo, y extendiendo al aire
Las gigantescas plumas,
Con la mirada fija en los fulgores
Que a través de las brumas
Conducen en su vuelo a los condores,
Subió asentando la atrevida garra
Sobre la cumbre inmensa,
Donde el mundo genésico concluye
Y se levanta el mundo del que piensa;
Sobre la blanca cima de esa roca
Cuyas piedras de mármol y granito
Se alzan, entre lo azul de lo infinito,
De pedestal sublime al que las toca;
Allí donde se encienden los tabores
Con su grandiosa y santa refulgencia
Al resonar del cántico que entona
Con un grito de alarma la conciencia.
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Subió, llegó, y al extender los ojos
Sobre la turba de hombres
Que germinaba de sus pies debajo,
Anhelando mirar lo que es un pueblo
Que marcha por la senda del trabajo,
En vez de la ilusión de su utopía,
Halló un pueblo de libres
Envuelto del incienso entre el aroma
Y enlazando a su cuello esa cadena
Cuyo eslabón primero empieza en Roma;
Halló la libertad aprisionada
Entre los negros muros del convento,
Y un más allá
de luto y de tinieblas
Marcando el hasta aquí
del pensamiento;
Al Dios-dulzura convertido en otro
De sangre y venganza,
Al Dios creador entrando en la pelea
Con el rojo puñal de la matanza;
Y gozando al murmullo de los salmos
Y gozando al gemir de la agonía,
Al Dios que sólo quiere en sus altares
Los himnos del amor y la poesía.
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Y «¡No!» dijo él, ardiendo
En esa inspiración sencilla y santa
Que hizo del vagabundo de Judea
El muerto más sublime de los muertos
En el martirologio de la idea;
«Ya es tiempo de volver a su santuario
El dulce amor de la familia humana,
Sustituir el hogar al relicario,
Sustituir la violeta al incensario,
Y el trino del turpial a la campaña;
Ya es tiempo de rasgar el negro abismo
Que oculta la verdad a la existencia,
Y cambiar por el Dios del fanatismo
El Dios de la razón y la conciencia».
Dijo, y abandonando las remotas
Cumbres de la esperanza y de la vida,
Bajó á la tierra entre las dulces notas
De esa cantiga tierna y bendecida
Cuya primera vibración se escucha
Brotando de las arpas del delirio,
Y la última en la lucha
Con el ¡ay! estertóreo del martirio.
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Bajó, y apóstol de la buena
nueva,
De la luz y el derecho,
Su palabra de paz sonó en los aires
Anunciando al Mesías
Que el porvenir en su ilusión espera,
Y de quien son augustas profecías
Las protestas del mártir en la hoguera.
Bajó, y envuelto entre el vapor espeso
De los blancos perfumes conventuales
El pueblo suyo, por el monje opreso.
Escuchó la palabra de progreso
Salida de sus labios inmortales;
Y al buscar al apóstol atrevido
Donde su airado grito resonara,
Oyó el nombre de Dios... luego un gemido,
El incienso quedó desvanecido...
Y allí estaba el cadáver junto al ara.
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La lucha fue un instante...
Un instante no más, y aquel vidente,
Misionero de luz entre los ciegos,
Se hundió en la sombra y ocultó la frente.
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Fue el cóndor que se lanza de las nubes
Sobre el tigre feroz que le arrebata
Los polluelos hermosos de su cría,
Y que baja, se mece,
Lucha, se aparta, vuelve, le provoca,
Y en el punto de herirle se estremece
Cayendo a agonizar sobre una roca.
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Murió... Su apostolado
Hizo temblar en su poder al fraile,
Y el fraile en nombre de ese dios maldito
Que vive entre la noche y lo encubierto,
Armó su mano entre la niebla impía,
Y después, al nacer del otro día,
Halló el mundo... un patíbulo y un muerto.
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* *
Ese muerto allí está... dentro el sepulcro
Cavado para ahogar en su silencio
La gigante protesta de sus labios...
Esqueleto sublime y majestuoso,
Más grande y elocuente en el reposo
De su lecho eternal y soberano,
Que en medio de la grita atronadora
Que alzara en su redor el Vaticano.
Allí está... en ese túmulo sombrío
Regado con el llanto de los libres...
Santa reliquia que la edad presente
Guarda de su cariño
En el inmenso y dulce relicario,
Como un recuerdo de tristeza y gloria,
Que evoca del pasado en la memoria
Su camino de sangre y su calvario.
Allí está... murmurando una esperanza
De miel y libertad para el futuro
Precursor auroral de esa lumbrera
Tanto soñada y esperada tanto,
Y a cuya luz en hoy vienen tus hijos
A arrullar tu dormir con sus canciones,
A gemir en tu polvo, y a decirte
Sus nobles y sentidas bendiciones.
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¡Mártir, descansa ya de la tarea,
Y duérmete en el lecho de perfumes
Con que la gratitud cubre tu foso...
Duérmete ya... mientras la fe y el templo
Cuyo poder al cabo se derrumba,
Vienen a despertarte, en su caída,
De tu sueño inmortal bajo la tumba.
Manuel Acuña