EL CORSARIO
DE LORD BYRON
II
«¡Una vela!, ¡una vela!» —Ese es el grito
que despiertan otra vez los mudos ecos,
cual esperanza de botín. «¿Qué buque?
¿Qué nación? ¿Qué bandera?» El
catalejo
al lejano horizonte se dirige.
«No es una presa: al hálito del viento
rojo estandarte en su elevada popa
ondula triunfador. ¡Es de los nuestros!.
¡Con soplo amigo, acariciadle, oh brisas!
y antes de anochecer llegará al puerto!
El cabo ya dobló, y el golfo corta
la prora que contrasta el mar revuelto.
¡Con qué noble altivez su rumbo sigue!
Sus blancas alas, que jamás huyeron
ante el contrario poderoso, tiende
como el ave marina en blando vuelo,
y sobre el mar deslizase atrevido
burlando los contrarios elementos.
¿Quién por reinar sobre la osada turba
que encierra ese bajel en su hondo seno,
no provocara de la mar las iras,
y del cañón el escondido fuego?
Vedle llegar: repléganse las velas;
crujen los cables; ancla, y al momento
los que en la playa la arribada miran
del buque ansiado con curioso anhelo,
de la esculpida, acristalada popa,
ven al mar descender bote ligero.
Cúbrese el puente de marinos; vira
veloz la nave, hasta que el duro hierro
de la quilla la blanda arena corta,
en la roca con agrio son crujiendo.
¡Gritos gozosos de sorpresa grata;
de sincera amistad abrazos tiernos;
preguntas y respuestas presurosas;
dulces sonrisas de feliz contento!
Cunde la nueva, y anhelante corre
la turba hacia la mar. En el estruendo
de bienvenidas, carcajadas, gritos,
más dulce suena el armonioso acento
de la mujer, que sin cesar repite
con voz cortada por afán inquieto,
del esposo, el hermano o el amante
el nombre preferido -«¿Qué fue de ellos?
¿Salváronse? Del triunfo o la derrota
no os preguntamos, no; pero ¿de nuevo
verémosle correr a nuestros brazos?
¿A oír su voz querida volveremos?
Haya sido sangriento el choque rudo,
hayan las ondas con furor violento
combatido al bajel, noble y constante
no habrá cejado su animoso pecho;
pero, decidnos, ¿viven?, ¿viven? Vengan
el asombro y el júbilo a traernos,
y el llanto que hoy anubla nuestros ojos
ardientes sequen sus ansiados besos»
—«¿Dónde está el capitán? De graves nuevas
que el placer quizás turben del regreso
fieles nuncios hoy somos; mas no importa:
grato es al corazón el pasajero
júbilo del retorno. Juan, al jefe
condúcenos al punto. Volveremos
a celebrar el venturoso arribo,
y la importante nueva sabréis luego».
Y lentamente hacia el picacho agreste
trepando van por ásperos senderos
tallados en la roca; y al fin llegan
al ancha plataforma, do en el centro,
entre fragantes yerbas que a los aires
dan de silvestres flores el aliento,
el golfo dominando, se levanta
la torre del vigía. Bullen frescos
en no labradas tazas de granito
límpidos y sonoros arroyuelos,
que provocan la sed con linfas claras
donde sus alas humedece el viento.
¿Quién es aquél que en la vecina loma,
cabe la gruta lóbrega, en silencio
sobre las aguas su mirada extiende?
Sumergido en profundos pensamientos,
apóyase en la corva cimitarra
que tantas veces esgrimió soberbio.
El es, Conrado, ¡como siempre, solo!
«Adelante, adelante: ha descubierto
ya nuestro buque. Anúncianos, y dile
que de recientes nuevas mensajeros,
pretendemos hablarle. Juan, tú sabes
cuánto se irrita su carácter fiero
si pasos no esperados quizás osan
turbar su soledad». Se acerca lento
Juan a Conrado, y con humilde labio
su mensaje le anuncia: él, altanero,
calla, y contesta a su pregunta sólo
de su cabeza leve movimiento.
Los mensajeros tímidos avanzan
y a su presencia inclínanse. Ligero
silencioso saludo les responde.
«Letras son estas del espía griego
que nos revela fiel que ya cercanos
el botín y el peligro están de nuevo.
Mas, a pesar, señor, de sus noticias,
podemos anunciarte que...» —«¡Silencio!»
Y su discurso inútil así corta.
Absortos y humillados, sus recelos
entre sí murmurando, se retiran,
y su semblante observan desde lejos
y sorprender la sensación pretenden
de las ansiadas nuevas en su aspecto.
Conrado lo adivina; el rostro vuelve,
por orgullo quizás; recorre el pliego
de una mirada, y «¡mi cartera!» exclama.
«¿Do está Gonzalo, Juan? —Allá en el puerto,
en el bajel anclado. —De él no salga.
Esta orden mía llévale al momento.
Y vosotros, ¡en marcha! Preparado
todo a partir esté: yo mismo debo
mandaros esta noche —¡Aún esta noche...!
—Cuando cierre la sombra: el tenaz viento
refrescará al ocaso, más propicio.
¡Mi coraza, mi manto! Partiremos
dentro de una hora. Toma la trompeta;
mi carabina limpia, y que el armero
mi cimitarra de abordaje afile:
en el postrer combate más mi esfuerzo
cansó ese alfanje que la sangre embota
que el duro choque del contrario acero.
Cuando el instante designado llegue,
núncienlo exactos del cañón los
truenos».
Obedientes ante él se humillan todos
y silenciosos se retiran. —Presto,
¡ay!, demasiado presto a la mar tornan!
Mas ¿quién a resistir tiene derecho?
Conrado lo ha querido: todos ceden.
Hombre de soledad y de misterio,
nadie le ha visto sonreír; suspiros
nunca brotaron de su altivo pecho;
su nombre al más osado de su tropa
temor infunde, y su mirar severo
el rostro adusto por el sol curtido
palidecer hiciera. ¿Qué secreto
lazo invisible los corsarios liga
a su indomable voluntad de hierro?
¿Qué magia, con la cual en vano luchan,
les fascina? El poder del pensamiento:
fuerza oculta en el fondo de la mente;
de afortunado triunfo hija primero,
y que después constante el genio osado
hábil conserva con tenaz empeño.
Ella a la firme voluntad de un hombre
quizás sujeta humilde todo un pueblo,
que en sus hazañas y gloriosos triunfos
es sólo de su mano el instrumento.
Así a los elegidos de la suerte
siempre los hombres se humillaron siervos:
¡Es el destino del mortal! Mas guarte,
guarte, esclavo feliz, que para el genio
con duro esfuerzo sin cesar te afanas.
De envidiar loco a tu insensible dueño,
¡ay!, si del yugo que dorado oprime
su sien erguida, te agobiara el peso,
de tu humilde dolor la carga leve
pidieras otra vez cansado al cielo!
Traducción de Vicente Wenceslao Querol (y Teodoro Llorente)