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NANA DEL HIJO

Eran lejanas conchas las estrellas
inmóviles, y mar oscuro el cielo.
Olas de tierna sal, llamas fugaces
rompían las espumas del silencio.

Desde las catedrales de la escarcha
llegaban los arcángeles del sueño,
azules de estupor y violines,
con blancos corazones en los dedos.

Tal vez sonaban músicas, o al ritmo
elemental con que los niños negros
rechazan los espíritus, dormían,
mordiendo el tallo de menudos ecos.

—«Que está negra la noche,
duerme».
El lobo de la sierra
baja pisando nieve
y palomas de asombro
y fugitivos peces
en las blancas gargantas de los arroyos,
en los verdes
corazones de los niños
que no duermen
cuando la noche está negra
y vienen
los lobos de la sierra
pisando nieve...

Pero no están hechas para ti las rosas de papel
ni el agua honda;
ni siquiera el fácil desperezo de la aurora
en tránsito volante de gacela.

Te has parado ante el sueño
con las carnes abiertas
y un sobresalto de sangre detenida
en tu pequeño corazón.

Porque no sabes dormir como esos niños
de harina y porcelana
traídos de ciudades nodrizas para orgullo
de apellidos ilustres.

Tú naciste en silencio, como nacen los perros,
sobre unos trapos viejos o unas pajas podridas.

(Apenas si llegaba el calor de la madre,
derrumbada a tu lado).

Por eso tú no sabes dormir. Tienes miedo del sueño,
miedo de que te trague, como un dragón con llamas,
y te arrancas sus velos azules y me miras
con una luz lejana.

Quisieras que inventara para ti bellos cuentos
con palacios y príncipes,
o que, con voz de niebla, recitara el romance
del cazador de lunas.

Porque tú no conoces sino el sabor del barro
y la música dura de la blasfemia, quieres
darte un sueño cargado de mentiras
y abrirte largos mares.

Porque estás tan cansado como un profundo monte,
siempre lleno de sol, de sustancia y de piedras
quieres roer el sueño
a la sombra inefable de una canción de cuna.

Pero si yo cantara, si cerrara tus ojos
echando sobre ellos escombros, nubes, rosas,
alargados caminos y jinetes
o espadas de agua clara,
acaso despertara tu sangre
un día y me dijera:
«¿Qué has hecho?»
Y entre hierros
un corazón de espanto me darías,
una flor desalada.
Por eso yo no debo cantar ni inventar nada,
sino decirte cosas
del mundo que vivimos;
cosas desnudas como el aire.

Antes de que se abrasen las espigas
y golpee las aguas
el negro asombro de las galerías
o en los montes estalle su siniestra abundancia.

Porque todo ello sucederá algún día;
y los ocultos manantiales de la lluvia
se romperán de pronto
invadiendo el orgullo de los bosques.

Entonces será tarde. Tal vez ya es tarde ahora,
y mientras yo te hablo, mirándote a los ojos,
en algún mar lejano el sol ha decidido
clavar su último arpón en el pecho del mundo.

Y esté muriendo todo. Y nosotros seamos
muertos también mañana.

(Lo que tarde en llegarnos su frío, lo que tarde
en morirse este trozo de tierra que ocupamos).

Pero no tengas miedo... Nuestro mundo es inmenso,
y tardará en morir.
Hay demasiadas flores haciéndose en la noche
y —mira— las estrellas son sólidas y sujetan el cielo.

Esto tal vez no sea un motivo de gozo.
Te hablo desde esta orilla, que tú ignoras, cubierta
de mármoles antiguos , de fervorosos bronces
gastados por el paso furtivo de la Historia.

Son cientos, miles, millones de años:
Desde que el hombre era un caracol desnudo
entre légamo verde,
haciéndose de jugos imprevistos.

Cuando alcances a ver, cuando ya seas
algo más que un charquillo de besos
y la risa te brote con dolor, cuando te sientas
afirmado en tu orilla,

se te abrirá el asombro como una llaga;
y vendrás a nosotros
(tal sigue el caminante
la frescura del agua mentida en el desierto)
con ansia de encontrarnos.

Pero así el triste busca vanamente en la arena
el húmedo recinto,
tú llorarás también, sin esperanza, viendo
sombras y falsos ídolos.

Entonces mi recuerdo será amargo en tu boca.
Y sentiré en mis huesos
tu fortaleza nueva hundiendo mi sustancia
estéril en la tierra.

Porque no te habré dado sino grandes mentiras:
el Amor, por ejemplo, con su son de campana;
o la Belleza humilde de la rosa, tan triste,
cuando millones de hombres escupen los pulmones por la boca.

Necesito tu sombra de alto cielo nocturno,
tu sosegada mano tutelar.
Y si busco tu sueño con palabras, es sólo
por continuar hablando mientras duermes, hablando...
para saber que existo; como tú cuando cantas
por el largo pasillo espantándote el miedo;
o como el campo solo cuando encrespa sus grillos
y, elemental, conversa.

A veces, también siento
deseos de repetir los ecos de músicas antiguas.
Igual que el arriero, sobre el carro, se olvida
del camino, si canta.
Y es que el hombre está hecho de música y recuerdo;
de pedernal y nube;
y no puede evitar la raíz que, entre grietas,
duramente le asoma.

Tú no comprendes esto. Son palabras que tienen
la piel dura. Me miras
esperando las cosas que rodeen tu sueño
con su brazo caliente.

Y yo sólo te digo pormenores de nada.
Quieres dormir, quisieras
dormir como esos niños de celeste algodón:
pero no sabes, pero no puedes, ¡oh desvelado hijo del hombre...!

Hay seres que transitan por las calles,
huecos; países con palacios y estatuas;
cosas, sucesos, nombres,
que son solo apariencia.
De eso te hablo. No de encantadoras nubes.
Sí de fábricas que tienen el color de la rabia,
de cuevas con penumbra de alcohol y de pantano
y de besos furiosos, los más tristes.

Los otros niños pagan hábiles magos, que transforman
la palabra y la dejan indecisa en su vuelo.
Yo he de decir las cosas que conoces,
las que te harán sentir hombre algún día.

Aunque por ello nunca me veas en las páginas
de dorada escayola de las antologías,
no te hablaré del mar como un fragante pecho,
sí de su asombro, viéndose coronado de sangres.

Sí de pueblos henchidos que repiten oscuras melopeas,
mientras penetran ebrios en cálidas alcobas
y clavan a los hombres en las puertas.

—«Amor...»—, dicen también. Pero sus manos
arrancan el secreto de los átomos
y siembran las praderas
de muertes diminutas.

Porque a esta misma hora en que busco tu sueño
por entre cañas,
como un río de lunas sin origen,
algo sucede lejos.

No el quebranto de las constelaciones
bruñidas en el tiempo;
ni el puño poderoso
del monte, desgarrándose.

Sucede que ya Europa es un ídolo viejo
rodeado de muertos;
como una larva inmóvil, arrastrada
por pacientes hormigas.

Pisando el cristal tierno de los lotos
y la flor del ciruelo perfumado,
con bocas de sequía, avanzan multitudes
obstinadas.

Ya el desnudo indonesio,
con sabor de raíz submarina y mirada de almendra,
quiere gozar los frutos de la tierra que labra,
y endereza los humos de sus nuevos altares.

¿Qué campana convoca
los relucientes ojos de Camerún, de Libia,
de Angola o de Rodesia
en los fértiles valles del tigre y la gacela?

Algo sucede lejos, entre la cal y el fuego,
entre el hielo y la estrella, bajo la piel del mar,
mientras me arranco opacas palabras tal de un tambor de sones,
para atraer tu sueño...

Pero ¿por qué te miro tristemente si en ti
me siento continuado, otra vez evidente?

Desde tu claridad me dictas una lección de serenidad,
que en vano evito.

Me maduro en tu ser, como la noche
en sus propios rumores. Y así también tus ojos
me miran, conservándome la luz,
hilo revelador de mi existencia.

Escalo la alta torre de tu sueño y recorro
sus vacías estancias. Quiero llenarlas. Abro
las ventanas al sol claro de octubre,
y un vigor luminoso las renueva.

Porque la luz es siempre distinta, apenas cierta
si es sólo luz, sin cosas que la den volumen, vida
definida; así el halo que ahora te rodea
es, por ti; luz en vela, latiendo.

Si mi voz no existiera, tu luz se desharía
en este oculto cielo de la alcoba.
Por eso te retengo y te hablo...
¡Por saberme
luz de tus ojos, única!

autógrafo
Victoriano Crémer


«Nuevos cantos de vida y esperanza» (1952)

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Voz: Tomás Galindo Voz: Tomás Galindo


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