EN EL CEMENTERIO
Bajo la paz del cielo en una tarde azul veréis el monte
caer, no, ondular suave, despacio hasta los llanos.
Casi cuando la falda está tranquila y va hacia el fondo,
tropezaréis con esa quietud grande de estas tapias.
Antes tres cruces altas, casi como tres árboles en piedra,
granito fuerte que se yergue intacto como un fósil vivido.
Y en seguida la pequeña puerta de hierro, aquí calada.
A cada lado el muro. Igual, firme, tajando,
como un muelle los mares. Allá al fondo la tierra: quizá la más viajera.
¡Y tanto! Sin moverse.
Delante el mar inmóvil, no, la estepa, e incluso,
mínimo e infinito, en ella un huerto dulce.
Dulce bajo ese palio azul, velamen quieto
para el arduo viaje.
Desde la puerta un punto,
vario un paisaje vese. Naves tristes, navios,
barquillas que ligeras vuelan sobre la hierba en calma.
Unas altas, como si enarbolasen un trinquete gallardo, oh cuán esperanzadas hacia bonanza y aires.
Otras bajas, tranquilas, cual si se deslizasen a favor,
¿dónde, adonde?
La corriente lo diga.
Entrad. Todo es quietísimo, súbitamente de verdad parado.
Aquí que en el partir está ya la llegada.
Un paso más que deis y las tumbas ofrecen
su misma contingencia trascendida en su visible imagen.
Aquí a la izquierda, rota, esta losa aún resuena bajo el pie miserable
que la hundió. Acaso el tiempo. Se lee: «...espera la resurrección de la carne».
Un poco más allá: «Luisa Martínez», dice. «Muerta el 5 de junio...» «Su esposo e hijos no la olvidan».
Pero, un soplo, y una línea debajo: «Blas Serrano». El esposo. «Sus hijos no le olvidan».'
Y aún otro viento, y otra línea y: «Blas Serrano Martínez». Un hijo. «Su esposa no le olvida».
¡Memoria, mortal! Dura, pero nunca en los mismos.
Entre las amapolas, el tomillo, el cantueso, se abren las tumbas, o casi se cierran.
Una está aquí: casi no es tumba ya. Solo unos pocos
ladrillos, en los cuatro costados, a flor de tierra, y tierra solo en
el centro, inculta, sin nombre, ¿dónde los nombres fueron?
Nombres hechos terrones, ya invisibles, y en ellos, insertas o brotadas las matas,
ios matojos, las amarillas flores del jaramago dueño,
las prímulas silvestres, el espeso romero.
Fértil tierra bien crasa, con ramos que se exhalan
en olor y color bajo un cielo perpetuo.
Allí abajo hay un túmulo que con su fuerte fábrica
rehúsa tierra y mármoles levanta y hierro y oros.
Más que a un muerto, sus ropas denuncia, sus sortijas,
sus gruesos medallones, su nombre o trueno artístico.
Tinglado o jerarquías. Extintas, insistiendo.
«Familia B..,» «Ilustrísimo
señor...» Mas hay un pájaro
allí en lo sumo, y trina. Las tapias son iguales.
Cerrados muros velan, iguales. Todos vivos.
Aldea de los vivos, de los que nunca mueren.
De los esperanzados bajo la tierra, en ella.
Materia genesíaca, igual, que cubre al hombre, al mundo.
Y nace y crece y muere. No muere. Nadie muere.
Por el camino llegan un entierro, sus cantos.
Es una breve nave que baja de la altura,
navega costeada de hombres y mujeres,
casi en el aire sube, vacila, hiende, avanza.
Espumas pedregosas. Pero ella sigue lenta,
segura, y ahora arriba, recala. Toca fondo.
Vicente Aleixandre