LA MADRE JOVEN
La madre empieza
en el pie diminuto de su hijo.
Allí se tienta a ella; aquí está ella.
Lo tiene en brazos,
y esa rosa fuerza que impera,
que pernea y golpea y afirma, y bate el aire, hermosa
irrumpe desde el seno. Pero es
aún la madre, y desde ella
surte como naciendo aún. Aún un bloque
indistinto, aquí erguido.
La piernecilla sube toda grosor y espuma rumbo a un cielo:
el diminuto vientre o flor oferta.
Pero esa redondez se resuelve en hervores,
en borbotón o pecho sucedido:
masa en flor, o su aroma.
Los diminutos hombros, el cuello mínimo, esa concentración
de luz que es el rostro indeciso del niño,
un instante una forma propia ofrece: sonríe.
El mundo allí ha cuajado una expresión. Se espera,
algo se espera si se mira, y arde
un instante esa luz.
Pero no: todo es madre. Ese niño aún no existe.
La madre... Aquí está ella, veraz, sí, limitada.
Es muy joven. Es hija de este pueblo. Ha salido.
¿Va hacía la fuente? Marcha casi solemne. Apoya
su espalda en ese árbol, un momento sagrado,
y respira, y contempla. No lo sabe y se mira
así, pues mira al niño. —Oh, espejo en luz fundida—.
Ella es joven, serena. Su tez no está aún golpeada,
tundida como un cuero por ei sol espantoso.
Tenuidad y colores efunde en suaves mezclas
inestables. Sus ojos, del matiz de las uvas
agraces, penden, brindan —oh, esa luna refleja—
y allí pone los labios. ¡Oh, nunca, allí, distinta!
El pelo candeal toma sol, aún no ha ardido
del todo. Aún brilla con la llama perenne
que no dura. Y ella alza
al hijo. —Hija tú más que él—.
Y lo ofrenda, aún más madre.
La madre no es el hijo, del todo. Desde un borde
cesa de serlo y hace
cada noche el ensayo cuando yace en la cuna.
Poco a poco, distintos. El niño allí tendido,
en realidad se yergue, contempla, extiende un paso.
Vicente Aleixandre