EL PUEBLO ESTÁ EN LA LADERA
Las casas se levantan
apenas, chaparro o piedra
agazapada que se aprieta o ahínca
contra la tierra, con un mísero espanto.
Un montón de pedruscos
se ve, y un vano en medio,
y cubriéndolos un techizo musgoso
en invierno, polvoriento en verano,
con lagartos tranquilos al sol que horrible abrasa.
Unas manos rugosas,
manos que aparecieron despacio en esos brazos,
con cuánta enorme dificultad,
hasta cuajar torpísimas, corteza dura y hueso,
carne apenas sentida, apenas irrigada o fresca a veces.
Unas manos, día a día
fueron poniendo piedra
sobre piedra. Piedra gris, apurada,
como caída, tal y como cayó de un cielo roto,
que así es esa cantera, ese montón injusto que en la altura
desafía a estos hombres.
Un cielo desfondado, catástrofe de cielo, que un día diera origen
a esta montaña inmensa, montón incalculable
donde las manos rotas, sucesivas,
a buscar se arrastraban.
Y aquí están esas casas, cubiles solitarios
o, mejor, acarrados, agrupados con miedo,
casi en montón también, piedra junto a otra piedra,
casi humanas tocándose.
Arriba está ese monte, monte o montaña hirviente que en
su entraña
solo piedras agita,
y en su ladera el pueblo, si no caído,
hecho allí por los hombres.
Allí arrastrado y allí al fin detenido
casi sobre el abismo o su figura;
al fondo solo el llano.
Este pueblo ha dormido
años o siglos. Cochiqueras, cubiles. Porquerizas se llamaba en
la Historia.
Sobre el remoto llano, allí sin límites,
se ve un mapa extendido.
Guadalix está próximo. Y es Bustarviejo este otro.
Y a la derecha Chozas —más chozas y aún más chozas—.
Y más allá, a la izquierda, ese otro grupo:
Torrelaguna. ¿Torre? Cual siempre. ¿Laguna? ¡Dios la diera!
Y al fondo Cabanilias. Y Navalafuente. Colmenar más visible.
Colmenar Viejo. Todo antiguo, y lo mismo.
Y el llano inmenso, hermoso; pero no para el hombre.
La cañada está próxima y sus ráfagas claras.
El fresco río infante, recién nacido, ajeno
a su fin allá lejos en el Tajo imponente.
Y arriba la Morcuera, el puerto que un boquete
abre y se da a otro llano, feraz ahora y diverso.
Por el camino un día, senda o trocha avanzando,
rumbo a ese puerto, acaso a un monasterio allí en el valle
de Rascafría, pasó un cortejo extraño. Soledad de la Historia
que el tiempo nombra o dice o moteja. Leyenda,
diosa aún menor que vaga sin precisión y apenas
pasa un momento grácil o irónica. La reina,
bajo ese mote, siglo xvi o centuria
xvii, iba despacio en silla, en litera es más justo,
rumbo a sus devociones en el viejo cenobio.
Atravesó la nieve penosa, la ladera, se reposó un momento.
Allá, allá más arriba, la Morcuera nombrada.
Y de pronto, ¿qué es eso más bajo? El dedo fútil
señaló. «Mira». Ondulan silvestres. «Mira: flores».
Miraflores. La reina bautizó los cubiles,
las grises cochiqueras agrupadas. Miraba
seguramente flores, solo flores. Morada
la flor del castigado cantueso, la amapola
si acaso. Y Porauerizas fue Miraflores. Dicen.
No, la leyenda engaña. Los ojos verdes ciegos
no miraron un pueblo, sino flores perdidas.
Vicente Aleixandre