EN LA MUERTE DE PEDRO SALINAS
Él perfilaba despacio sus versos.
Aquí una cabeza delicada. Aquí apenas una penumbra.
Le veíamos a veces dibujar minuciosamente una sombra.
Retrataba con imposible mano la caída muy lenta de un
sonido esfumándose.
Y le veíamos encarnizarse, disponerse a apresar, absorberse
en su detenidísima tarea,
hasta que al fin levantaba sus grandes ojos humanos,
su empeñado rostro sonriente, donde el transcurrir de la vida,
la generosidad, su pasión, su obstinado creer, su invencible
verdad, su fiel luz se entregaban.
Entre sus compañeros él supo reconocerse en todos y en
todos supo encontrar alegría.
Todos partieron, todos juntos en un momento, para muy diferentes
caminos.
Como todos él acaso partiera; pero todos pudieron decir
que en la fatigosa carrera, cuando con el pecho desnudo y la luz
remotísima
todos corrían con esperanza, con fatalidad, hacia el viento,
él, que también corriera, que como los demás
corría con su frenética labor,
él para cada uno algún instante aparecía sonriente
en la ladera al paso,
como el espectador que le ve, como el espectador que le mira
y que confía más que nadie, y que le grita una palabra, y
que con los ojos le empuja, y que con él corre y llega.
El llegaba como todos, como cada uno, allí donde nadie esperaba,
allí con la sensación de entregar el aliento para cumplir
su vida.
Pero de su llegada decía poco, y mezclado con el público
general de ]a carrera esforzada,
lo comentaba como casi nadie, apasionándose por cada uno,
y cada uno podía creer que allí entre el público
bullidero y anónimo
él tenía por lo menos un feroz partidario.
Su corazón fue entender, y presenciar, y esfumarse.
Comentaba la vida con precisa palabra
y la hacía líneas sutiles, sin maraña, en su orden,
y él tenía el secreto (oh, el abierto secreto) de la raya
que tiembla,
dirigida, continua, sobre el mapa entregado.
Vivió lejos, partido: corazón agrupado
pero no dividido. Trazó vidas, minutos.
Entendió vida siempre, y amó vida, transcurso.
Al final, ya maduro, descorrió los telones
y armó historias o sueños, irguió vidas o voces.
Hoy nos mira de lejos, y cada uno ahora sabe
que le mira, y a él solo. Entendiendo, esperando,
es Salinas, su nombre, su delgado sonido.
Sí, se escucha su nombre, se pronuncia despacio:
«Sí, Salinas...», y sientes que un rumor, unos ojos...
1952.
Vicente Aleixandre