NO QUEREMOS MORIR
Los amantes no tienen vocación de morir.
«¿Moriremos?»
Tú me lo dices, mirándome absorta con ojos grandes:
«¡Por siempre!»
«Por siempre», «nunca»: palabras
que los amantes decimos, no por su vano sentido que fluye y pasa,
sino por su retención al oído, por su brusco tañir
y su vibración prolongada,
que acaba ahora, que va cesando..., que dulcemente se apaga como una
extinción en el sueño.
No queremos morir, ¿verdad, amor mío? Queremos vivir cada
día.
Hacemos proyectos vagos para cuando la vejez venga. Y decimos:
«Tú siempre serás hermosa, y tus ojos los mismos;
ah, el alma allí coloreada, en la diminuta pupila,
quizá en la voz... Por sobre la acumulación de la vida,
por sobre todo io que te vaya ocultando
—si es que eso sea ocultarte, que no lo será, que no puede
serlo—, yo te reconoceré siempre».
Allí saldrás, por el hilo delgado de la voz, por el
brillo nunca del todo extinto de tu diminuto verdor en los ojos,
por el calor de la mano reconocible, por los besos callados.
Por el largo silencio de los dos cuerpos mudos, que se tientan, conocen.
Por el lento continuo emblanquecimiento de los cabellos, que uno a uno
haré míos.
Lento minuto diario que hecho gota nos une,
nos ata. Gota que cae y nos moja; la sentimos: es una.
Los dos nos hemos mirado lentamente.
¡Cuántas veces me dices: «No me recuerdes los
años»!
Pero también me dices, en las horas del recogimiento y murmullo:
«Sí, los años son tú, son tu amor.
¡Existimos!»
Ahora que nada cambia, que nada puede cambiar, como la vida misma, como
yo, como juntos...
Lento crecer de la rama, lento curvarse, lento extenderse; lento,
al fin, allá lejos, lento doblarse. Y densa rama con fruto, tan
cargada, tan rica
—tan continuadamente juntos: como un don, como estarse—,
hasta que otra mano que sea, que será, la recoja,
más todavía que como la tierra, como amor, como beso.
Vicente Aleixandre