EN EL JARDÍN
¡Es tan dulce saber que nunca se enfada!
Y en su torno la vida
es graciosa.
Nunca veo, allá, venir por poniente
la tormenta morada
que estalle en su rostro.
Una sombra de pesar: es bastante.
«Mira: ¡los pájaros!» O : «Esa
rama...» O: « ¿Qué luce?...»
Sí. Un viento corre,
pasa, sensible,
oloroso.
Flores en el jardín, que ella prueba. Hay un arce.
Alto, aromático, hermoso
en su majestad juvenil. Y ella a veces
está allí paralela, esbeltísima, grácil,
con su templanza fragante, su novedad,
y allí dura.
Otras veces se agita por el jardín, entre luces.
Rubio su pelo: una mano del sol con furia lo mueve...
Pero yo veo sus colores, su movimiento por el sendero, frontera a las
rosas.
Y una infinita tristeza, de pronto, me llena,
Rosas, y su amor. Y sus pétalos. Flores.
Y su rostro que mira, sin tiempo, en aromas.
¡Cómo brilla y se instala, entre olores! Y es joven.
Eternamente juvenil la mañana
la rodea.
Su vestido ligero, traspasado por la luz, ardió. ¡Y es tan
puro
mirarla, a ella, mientras ajena a su tenue desnudez va tentando
los claveles carnosos, los aéreos alhelíes, los secretos
ramos de olor invisible que sus pies van pisando!
Desnuda, pudorosa en la luz, el rostro instantáneo, sin tiempo,
me mira,
y desde allá me ama, misterioso, increído.
Y un momento desgarradoramente la llamo.
Con mi voz natural. (Aquí su nombre).
Y se acerca, se hace tocable, penetra.
En su ruido veraz. Rompiente, fresquísima,
y me entrega su ramo de flores.
Presente, con su olor a esta hora,
con su mano mojada, a esta hora,
con su beso —su calor—,
a esta hora.
Vicente Aleixandre