EL ALMA BAJO EL AGUA
Qué gusto estar aquí, en este suelo donde la materia no
es el mármol ni el acero, donde se acaba olvidándose si
las plantas existen, como una leyenda que no hay que creer. Donde la
más bella hada no puede romperse, aunque la fustiguen las barras
doradas que se desclavan de los cielos con la noche. No importa que los
ojos no duelan. ¡Mejor! Que el sueño no exista.
¡Mejor, mejor! Un poco de música subiendo como el nivel
respirado me enfría con su agua sedeña la piel
quietísima. Si ascienden las ondas, si te empapas de todas las
tristes melancolías que volaban evitando rozarte con sus maderas
huecas, finas, se detendrán justas en la garganta,
decapitándote con la luz, dejando tu cabeza como la flor, el
alga, el verde amaranto más concreto que busca el accidente para
sumirse, ¡Qué hermosa, ¿no es cierto?, una verdad
entre las manos! ¡Qué hermoso poder sonreír al eco
largo, en cinta que pasa cerca, cerca, sin tocarnos, mientras el calor,
el latir, se ha hecho justo en el hueco, en este aire que yo acabo de
respirar, y en él mueve sus alas como espejos, excitando la
sonrisa templada en que amanezco! Por la mañana, cuatro carros
de grandes planos amontonados y metálicos armarán su
agrio estrépito, que siembra de vidrios de botellas todos los
desnudos inermes. Si Dios no me acusa, ¿por qué el alma
me punza como una espina cuyo cabo está al aire, flameando como
un gallardete insatisfecho? ¿Por qué me saco del pecho
este redondo pájaro de ocasión, que abre sus luces en
abanico duende y espía los rincones para desde allí
encantarme con su pausado jeroglífico? ¿Por qué
esta habitación, como una caja de música, se mueve,
ondula sobre las aguas temerosas e insiste plenamente en su bella
desorientación frente al crepúsculo?
¡Oh hermosura del cielo! Mástiles duros, altos, me
sonríen. Velas del cierzo quieren, no pueden arribarme.
¿Entonces? Una cabeza fina, entera, dueña, vuela de gris
a gris, bajo la nube nueva y cae en forma de silencio, mojándome
los ojos con su roce, callándose su forma decisiva.
¿Espero? Sí. En mi oído cuatro rubios delfines,
fantasmas, peces acaso, con gorras de azul hondo, redondas, cantan,
dudan, mecen horizontes redondos, altos, hondos también, que
abren los caminos. Una estrella es un mar. Un mar enorme, extenso, me
sostiene en la palma de su mano y me pide respeto. Su secreto no es
suyo, y si buceo en el alma que se abre, un doloroso rictus en la cara
dirá que he dado con corales en el fondo, que el corazón
apenas puede con mi peso en su profundo oscuro. ¡Oh alma,
qué me quieres! ¿Por qué tu luz se olvida y a
tientas yo te habito, callando las corrientes que golpean, los peces
más viscosos y las estrellas vivas que pueden estamparse sobre
el pecho para hacer más sencilla la ascensión sobre el
cristal final donde me pierda?
Pero el amor me salva. ¿La palabra no existe? Apoyado en un codo
grande, grande, me extiendo y quedo. Pensamientos, barcos, pesares
pasan, entran por los ojos. Me soy, os soy. Os soy yo sin querer,
porque en mi ceguera veo hacia afuera esa dulce melancolía en
forma de cabeza que, ladeada, se hunde y me llega a las manos, queda,
no pesa, torpemente se balancea con el cabello plomo derretido, de
repente hecho masa por el frío.
Vicente Aleixandre