EL MUNDO ESTÁ BIEN HECHO
Perdidamente enamorada la mujer del sombrero enorme, caía torrencialmente en forma de pirata que viene a sacudir todos los árboles, a elevar hacia el cielo las raíces desengañadas que no sonríen ya con sus dientes de esmeralda. ¿Qué esperaba? Tras la lluvia el corazón se apacigua, empieza a cantar y sabe reír para que los pájaros se detengan a decir su recado misterioso. Pero la prisa por florecer, este afán por mostrar los oídos de nácar como un mimo infantil, como una caricia sin las gasas, suele malograr el color de los ojos cuando sueñan. ¿Por qué aspiras tú, tú, y tú también, tú, la que ríes con tu turbante en el tobillo, levantando la fábula de metal sonorísimo; tú, que muestras tu espalda sin temor a las risas de las paredes? Si saliéramos, si nos perdiéramos en el bosque, encontraríamos la luna cambiando, ajustando a la noche su corona abolida, prometiéndole una quietud como un gran beso. Pero los árboles se curvan, pesan, vacilan y no me dejan fingir que mi cabeza es más liviana que nunca, que mi frente es un arco por el que puede pasar nuestro destino. ¡Vamos pronto! ¡Avivemos el paso! ¿No ves que, si te retrasas las conchas de la orilla, los caracoles y los cuentos cansados abrirán su vacilación nacarina para entonar: su vaticinio subyugante? Corramos, antes que los telones se desplieguen. Antes que los pelos del lobo, que el hocico de la madriguera, que los arbustos de la catarata se ericen y se detengan en su caída. Antes que los ojos de este subsuelo se abran de repente y te pregunten. Corramos hacia el espanto. Pero no puedes. Te sientas. Vacilas pensando que los pinchos no existen más que para bisbisear su ensueño, para acariciarte tus extremos. Tus uñas no son hierro, ni cemento, ni cera, ni catedrales de pórfido para niños maravillados. No las besarán las auroras para mirarse las mejillas, ni los ríos cantarán ía canción de las guzlas, mientras tú extiendes tu brazo hasta el ocaso, hasta tocar, tamborilear la mañana reflejada. Entonces, vámonos. Me urge. Me ansia. Me llama la realidad de tu panoplia, de las cuatro armas de fuego y de luna que me aguardan tras de los valles romancescos, tras de ti, sombrío desenvolvimiento en espiral. Por eso tú llevas una cruz violeta en el pecho, una cruz que dice: «Este camino es verde como el astro más reciente, ese que está naciendo en el ojo que lo mira». La cruz toca tu seno, pero no se hiere; llega a las palmas de tus manos, pero no desfallece; sube hasta la sinrazón de las luces, hasta la gratuidad de su nimbo donde las flechas se deshacen. Si hemos llegado ya, estarás contemplando cómo la pared de cal se ha convertido en lava, en sirena instantánea de «Dime, dime para que te responda» ; de «Ámame para que te enseñe» ; de «Súmete y aprenderás a dar luz en forma de luna», en forma de silencio que bese la estepa del gran sueño. «Ámame», chillan los grillos. «Ámame», claman los cactos sin sus vainas. «Muere, muere», musita la fría, la gran serpiente larga que se asoma por el ojo divino y encuentra que el mundo está bien hecho.
Vicente Aleixandre