LA FORMA Y NO EL INFINITO
Las rosas blancas, las de metal pasado, las que oscurecen los ojos
azules sin las marismas, encantan tardíamente la llegada de la
noche. Están entre los labios, pero no se notan. Oscurecen las
yemas más remotas, sin que se sospeche. Tienen un perfume de
frente, de grato escorzo de memoria, de aquello que pasó, que ya
está ido, que era lo mismo exacto pero no se mide.
Cuando está cayendo la tarde no se nota en los ojos la misma
rama curva que llega de tan lejos, que esgrime su insistencia como una
dolorida sordera, como un gesto de ayer que no se ha retirado en la
resaca. Se besarían pálidas fuentes, bordes de piedra sin
el agua, para sentir nacer el cristalino fulgor, la paciencia premiada,
los bellos ojos del fondo que oscurecen un cielo retrasado, Una juntura
de noche resbalada frente a la caída locuacidad sellada, frente
a todo lo que dice despedida sin brillo, encaja su serenidad fugitiva.
Llego y me estoy marchando. Soy la noche, pero me esperan esos brazos
largos, sueño de grama en que germina la aurora: un rumor en
sí misma. Soy la quietud sin talón, ese tendón
precioso; no me cortéis; soy la forma y no el infinito. Esta
limitación de la noche cuando habla, cuando aduce esperanzas o
sonrisas de dientes, es una alegría. Acaso una pena. Una cabeza
inclinada. Una sospecha de piel interina. Extendiendo nosotros nuestras
manos, un dolor sin defensa, una aducida no resistencia a lo otro se
encontraría con términos. De aquí a aquí.
Más allá, nada. Más allá, sí, esto y
aquello. Y, en medio, cerrando los ojos, aovillada, la verdad del
instante, la preciosa certeza de la sombra que no tiene labios, de lo
que va a decirse resbalando, expirando en espiras, deshaciéndose
como un saludo incomprendido.
Besos, labios, cadencias, soledades que aguardan, sienten la
última realidad transitoria. Un humo feliz serviría para
dormir los recuerdos. No, no. Se sabe que el hielo no es piel, que la
frontera de todo no cede ni hiere, que la seguridad es patente. Se sabe
que el amor no es posible. Pulidamente se mira, se ve, se presencia.
Adiós. La sombra resbala su previa elegancia, sobre su helada
cortesía sin pena. Adiós. Adiós. Si existieran
corazones, llorarían. Si la sangre tuviera ojos, las
pestañas más lentas abanicarían la ida.
Adiós. No flojea el horizonte, porque puede quedarse. Alardea la
húmeda transición de sus rectas, de su constancia
aplomada, de su traslación íntegra. Se besarían
imposibles. «¡Conmuévete! Vacila como una columna-
de tela. Tíñete con un rubor de equinoccio». Pero
los brazos no llegan y el saludo es de uno, de mí, de mí.
No de la materia sabida, ni siquiera de su insobornable belleza. Que
dimite.
Vicente Aleixandre