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FULGURACIÓN DEL AS

Esta misma canción que vuela, esta que estás tú cantando, hermosísimo as de oros, es el romance antiguo de la legión de condenados que aspiraban el perfume de las espinas dolorosas entre los dedos. Cuando tú eras magnífico, cuando tú tenías los ojos brillantes, dando la luz sin cambio, del todo, albergando bajo los párpados el secreto de todos los triunfos más mezquinos, no era difícil encontrarte en la mano, saludando, besando los dedos con reverencia de paje del quinientos. Servicial como un espejo que conservase en el rostro que se mira las mejillas de nácar. Pero si embriagado alguien del intensísimo vino vibrátil, de la cargazón de braveza y de sueño que despedía el fulgor de la baraja de lunas, se atrevía a levantarse y, mirando a la noche, notaba cómo sus pupilas se iban poniendo moradas y cómo la flor redonda del pecho enseñaba unos dientes de lobo bajo un tímido bisbiseo doliente, entonces estaba perdido. Entonces había caído bajo tu magia cárdena de la segunda hora. Se encerraban las luces del cuarto en negativas furibundas, rojas de la tensión de sus ensueños de brasa, de su desesperado deseo. Uno sentía bullir en los hombros una anticipación de las alas, de la abanicada perseverancia que promete su premio para un mañana de cópula. Pero un pie muy ligero primero, una pluma suave empezaba a pesar precisamente sobre el hombro derecho; una forma que insistía mostrando cuán grave es la realidad que se tiene, cuánto sobre la espalda se sienten los besos que no se lian dado. Un pie de yeso o de cera, quizá de carne, rosa, blanco, insistiendo, sonriendo dichosamente sobre la feliz planta viva. Así el camino es breve, así pronto el Occidente será una riqueza de oros que podrá batirse con las manos, que podrá multiplicarse en mil espumas sin labios. Así la preciada amarillez no será la tragedia de perder toda la sangre, sino la riqueza brava, despertada, de sentir en la piel los mil besos de todas las campanas. Moriremos si es preciso. Pero moriremos sabiendo que el latido repercute en la inquietud de las venas como vaticinio indescifrable, como una promesa que no se nombra.

Pero el oro de la baraja, pero todo ese oro clásico que en la mano mira a los ojos sin duda y que se ríe de nuestras chaquetas, sabiendo cuán breve es la resistencia de la sangre, sigue empuñado como un vaso de condenación ciego que no se acaba nunca. Aquí erguido estoy amenazando con mi as, que brilla con un fulgor opalino, enturbiando mis más íntimas sensaciones. Aquí estoy intentando quedarme conmigo mismo, ganarme a la partida ruidosa que se disputan los bosques de fuera, esas largas avenidas de viento que enredan las almas desordenadas bajo la luna. No me entiendo. Juego a ciegas. Llamaría a la luz, aquella plateada y distinta apariencia que puso en mis manos ía noche del sueño un agua transparente de sentires, de dulces promesas de niño, de ingenuos caracoles de tierra, de lágrimas de mañana que amanecían con todo silencio, con todo el respeto de las madres dormidas.

Pero no sé si podré. Tú, la que viene arrastrando una cola que da siete vueltas a la tierra; tú, la más clara y justa denominación del amor, que pasas y repasas ya como una cadena articulada de huesos sin límite, como una reanudada noria de mi desdicha, estás ahí, muy atareada. Cazas alondras con la misma frialdad con que se yergue el monte en el fondo del océano. Y yo te miro con la misma yerta esperanza.

Por eso escucho aquí el sombrío rumor de los naipes barajándose, y comprendo que su cabalístico centelleo es el horóscopo que me invento, ese dedo largo que se bifurca y, como unas tenazas, oprime el nervio que da coletazos. Todas las escamas se reparten en la luz, y mis ojos de capas y capas van dejando caer sus hojas, para mostrar la impura desnudez de su pozo, la aguerrida carcajada que ejercita su músculo embarcándose en las aguas del légamo, en el palpitante corazón que no sabe que la pleamar es un sueño horizontal baio una luna de hierba.

autógrafo

Vicente Aleixandre


«Pasión de la Tierra» (1928-1929)
I


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