LA MUERTE O ANTESALA DE CONSULTA
Iban entrando uno a uno y las paredes desangradas no eran de
mármol frío. Entraban innumerables y se saludaban con los
sombreros. Demonios de corta vista visitaban los corazones. Se miraban
con desconfianza. Estropajos yacían sobre los suelos y las
avispas los ignoraban. Un sabor a tierra reseca descargaba de pronto
sobre las lenguas y se hablaba de todo con conocimiento. Aquella dama,
aquella señora argumentaba con su sombrero y los pechos de todos
se hundían muy lentamente. Aguas. Naufragio. Equilibrio de las
miradas. El cielo permanecía a su nivel, y un humo de
lejanía salvaba todas las cosas. Los dedos de la mano del
más viejo tenían tanta tristeza que el pasillo se
acercaba lentamente, a la deriva, recargado de historias. Todos pasaban
íntegramente a sí mismos y un telón de humo se
hacía sangre todo. Sin remediarlo, las camisas temblaban bajo
las chaquetas y las marcas de ropa estaban bordadas sobre la carne.
«¿Me amas, di?» La más joven sonreía
llena de anuncios. Brisas, brisas de abajo resolvían toda la
niebla, y ella quedaba desnuda, irisada de acentos, hecha pura
prosodia. «Te amo, sí»—y las paredes delicuescentes
casi se deshacían en vaho. «Te amo, sí, temblorosa,
aunque te deshagas como un helado». La abrazó como a
música. Le silbaban los oídos. Ecos, sueños de
melodía se detenían, vacilaban en las gargantas como un
agua muy triste. «Tienes los ojos tan claros que se te
transparentan los sesos». Una lágrima. Moscas blancas
bordoneaban sin entusiasmo. La luz de percal barato se amontonaba por
los rincones. Todos los señores sentados sobre sus inocencias
bostezaban sin desconfianza. El amor es una razón de Estado. Nos
hacemos cargo de que los besos no son de biscuit glacé. Pero si ahora
se abriese esa puerta todos nos besaríamos en la boca,
¡Qué asco que el mundo no gire sobre sus goznes! Voy a dar
media vuelta a mis penas para que los canarios flautas puedan amarme.
Ellos, los amantes, faltaban a su deber y se fatigaban como los
pájaros. Sobre las sillas las formas no son de metal. Te beso,
pero tus pestañas... Las agujas del aire estaban sobre las
frentes: qué oscura misión la mía de amarte. Las
paredes de níquel no consentían el crepúsculo, lo
devolvían herido. Los amantes volaban masticando la luz.
Permíteme que te diga. Las viejas contaban muertes, muertes y
respiraban por sus encajes. Las barbas de los demás
crecían hacia el espanto: la hora final las segará sin
dolor. Abanicos de tela paraban, acariciaban escrúpulos. Ternura
de presentirse horizontal. Fronteras.
La hora grande se acercaba en la bruma. La sala cabeceaba sobre el mar
de cáscaras de naranja. Remaríamos sin entrañas si
los pulsos no estuvieran en las muñecas. El mar es amargo. Tu
beso me ha sentado mal al estómago. Se acerca la hora.
La puerta, presta a abrirse, se teñía de amarillo
lóbrego lamentándose de su torpeza. Dónde
encontrarte, oh sentido de la vida, si ya no hay tiempo. Todos los
seres esperaban la voz de Jehová refulgente de metal blanco. Los
amantes se besaban sobre los nombres. Los pañuelos eran
narcóticos y restañaban la carne exangüe. Las siete
y diez. La puerta volaba sin plumas y el ángel del Señor
anunció a María. Puede pasar el primero.
Vicente Aleixandre