LA EPOPEYA DEL MORRO
IX. FIN DEL ASALTO
De pronto, en su corcel, entre el tumulto
que arrolla el invasor, rápido avanza
Alfonso Ugarte, cual fugaz meteoro:
tal en las sombras del dolor oculto
brilla a veces un rayo de esperanza...
Es blanco su corcel, con cascos de oro
y pupilas de sol: rasga la bruma
con su flecha veloz; y sobre el alta
cumbre, erguido en dos pies, salpica espuma
con relincho de horror... ¡y luego salta!
El joven capitán está vaciado
en homérico molde: al ver su tropa
desgranarse, soldado tras soldado,
ya la esperanza de vivir perdida,
apura de una vez la amarga copa
en el brindis heroico de su vida...
¿Cómo cantar el pavoroso instante
que separa su vida de su muerte?
Ahí, sobre la cumbre, es un gigante
que se empina ante el mar, con la mirada
fija en el cielo; entre su mano fuerte,
hecha un rayo de luz vibra la espada;
y de su espuela al golpe temerario
el corcel en dos pies mide el abismo:
¡es así como un bronce legendario
que se yergue asombrado de sí mismo!
¡Y luego llega el pavoroso instante
en que cae por fin, tal como roto
se desplomara un bronce hacia adelante
en medio del fragor de un terremoto!
¡Y al ver así cayendo su figura,
con la espada desnuda entre la mano,
en su blanco corcel, creyó el Oceano
que era un Ángel bajando de la Altura!
Estrellose por fin en la ribera;
y la ola al besarlo lastimera
lo envolvió en la mortaja de su espuma:
mientras un solo instante, uno tan sólo,
detuvo su fragor la lucha fiera;
que todos, todos, con sorpresa suma,
parecían mirar entre la bruma
el rayo aún de esa veloz carrera...
Brilló en la Historia para siempre el nombre
de Alfonso Ugarte; y en el ancho viento
un trueno repitió con ronco acento
la frase de Shakspeare: ¡:Ese es un hombre!
¡Y se le ve en la Historia todavía!...
¡Cae, cae veloz, rápidamente,
del alto Morro hasta la mar bravía;
ya que lo hace caer la Suerte ingrata,
como su empuje ha sido de torrente
su caída es también de catarata!...
El débil «Manco Cápac», que ese mismo
heroico ejemplo ve, se rasga el seno;
y antes de ser del invasor chileno,
se hunde también en el profundo abismo.
En tanto, sobre el Morro, en el postrero
fuerte del norte, un grupo denodado
resiste altivo al vencedor, que fiero
en su innúmera hueste lo ha encerrado,
como un compacto círculo de acero.
¡El asalto invasor rompe la valla,
que cede al fin; y el grupo prisionero
es el punto final de la batalla!
Y luego, sobre el campo,
que sembrado de fúnebres despojos,
invitaba al dolor, su vivo lampo
fulminó el sol acaso en sus enojos,
disipando el crespón de la neblina,
quiso ver de quién era la victoria;
y vio en ruina a su Patria, ¡pero en ruina
que era como la tumba de la Gloria!
De las quince centenas de soldados
que escoltaban al héroe, diez centenas
por la tierra quedaron esparcidas:
esos héroes desnudos, desgarrados,
ostentaban apenas
la púrpura imperial de sus heridas...
Y ahí mismo, dispersos invasores,
como banda de buitres iracundos,
cebáronse en sus últimos rencores
esa mujer que en épico delirio
las maternas entrañas se destroza;
esa mujer que impone su martirio
sobre la Eternidad... ¡es Zaragoza!
José Santos Chocano