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LA EPOPEYA DEL MORRO

III. EL MORRO Y EL HÉROE

El escarpado Morro que la frente,
por los marinos vientos azotada,
yergue con orgulloso continente,
parecía inclinarse reverente
bajo el peso glorioso de una espada...
Más que todos los siglos de su historia,
más que todas las rudas tempestades,
más que todo el fragor de las edades...
el peso lo abrumó de tanta gloria!

¡Pero no! Bajo el héroe se sentía;
y cual corcel, que altivo caballero
con ágil rienda diestramente guía,
el Morro, —que mil veces cabalgado
por el negro Huracán mostrose austero,—
al sentir sobre sí la bizarría
del inmortal soldado,
ansiaba como nunca entusiasmado
subir más a los cielos todavía.

El Morro, frente al mar, en sus anhelos
de dominarle todo, parecía
nave, que, entre horrorosos cataclismos,
hundiose para atrás en los abismos,
¡levantando la proa hasta los cielos!...

¡Ya lo azotaba el huracán rugiente,
ya el irritado mar inútilmente:
el Morro, rechazando los embates,
desgastados los pies, rota la frente,
era como un titán sobreviviente,
como un héroe inmortal de cien combates!

Pedestal del glorioso sacrificio,
se alzaba coa el ansia que enardece
en la batalla el pecho del soldado:
porque él era el Satán del precipicio,
que ante la boca del peligro crece
y se alza, como un pueblo, sublevado.
¡Ansia sentía de escapar del suelo;
y bajo el pie del varonil soldado,
parecía, en las brumas, el crispado
puño de Ayax amenazando al cielo!

Y ya al Morro, la Suerte
señalado el futuro le tenía
con el dedo sombrío de la Muerte,
Entre su corazón, guardado había,
los mortales despojos de una obscura
raza infeliz que le poblara un día;
y así predestinado, en la futura
noche del tiempo, a la batalla impía,
era el Morro ¡una inmensa sepultura!

¿Por qué quiso la Suerte que en la cumbre
del Morro fuera la feral batalla?
¡Ah! ¿La vivaz y cegadora lumbre
del rayo matador, en dónde estalla?
¿En dónde rasga de la sombra el seno
el puñal del relámpago furente?
¿En dónde bate su atambor el trueno?
La batalla radió sobre la frente
del Morro, que eminente
se destaca en las vastas soledades;
porque ¡para las cumbres solamente
han hecho su fulgor las tempestades...

Y el héroe estaba allí.
                                      Cual roble erguido
en campo de verdor; cual brava cumbre
en voluptuosa y lánguida llanura;
cual grito de cañón entre ruido
de batalla campal; y cual vislumbre
de un rayo en medio de una noche obscura,
sobresalía el héroe entre las tropas
que lo rodeaban: su marcial figura
por do quier esparcía resplandores,
como licor las rebalsadas copas,
como perfume las abiertas flores...

Cien héroes más a su redor, a modo
de mariposas en constante gira
al redor de la luz, —colmaban todo,
el campo, el cielo, el mar, de los reflejos
del héroe erguido ahí, como una pira
refiactanto su lumbre en cien espejos...

Grandes eran las almas,
merecedoras de eternales palmas
e inmarcesibles lauros, que la Suerte
quiso ante el mar y el cielo unir entonces
como regalo que ofreció a la Muerte

hablando por la boca de los bronces;
pero, ¡ah! si no brillara, como faro
de ensangrentada gloria, el héroe altivo,
que iluminó con el postrer disparo
la negra noche del peñón cautivo,
menos valdrían, menos, tal vez nada,—
cual nada valen las figuras bellas
que ornamentan el puño de una espada,
si la espada también no es digna de ellas.

¡El héroe! ¡él es! La musa consternada
fija su triste y húmeda mirada
en el héroe inmortal: le reconoce;
y tiembla, al modo de la noria amada
que sufre en medio de su propio goce...

¡Él es! Y está vestido
con el traje de Aquiles en la Iliada:
es un griego y ¡es él! De su pisada
y de sus armas el enorme ruido;
dice: poder y orgullo; de su aliento
el calor, con que empaña
las vaguedades húmedas del viento,
dice: arrojo y salud; y de su extraña
musculatura de titán, el fuerte
molde en que fue vaciada, dice: gloria.
¡Él es el vencedor! Su gran victoria
es rodar abrazado de la Muerta,
por la candente arena de la Historia...

Ciñe a su pecho fúlgida coraza,
que siempre indiferente a la amenaza
e impenetrable para o! golpe ha sido;
y a su indomable frente,
ciñe crinado yelmo reluciente
de abundoso penacho enriquecido,
bruñidas grevas cubren sus rodillas;
lanza pujante y poderosa espada,
que saltarán al choque hechas astillas
de la diestra crispada,
esperan el fragor apetecido
que truena en las estrofas de la Iliada.
Rotas lanza y espada, el héroe entonces
fiará su broquel; ¡ése que ha sido
hecho con siete pieles, revestido
por tres ingentes láminas de bronce!

¡Es el héroe! Es el último espartano,
es Bolognesi, es el viril guerrero,
que, suspenso ante el cielo y el oceano,
resucitó la gloria del acero
que gozaba al sentirse entre su mano.

Mas... la visión del héroe no es aquella
que le muestra de Aquiles heredero,
cuando no tuvo su feliz estrella:
no estaba, como Aquiies, tan armado.
Sin armas casi combatió; mas pudo
caer sobre su escudo de soldado:
¡sobre su corazón, que era su escudo!

Es el titán... ¡Cómo en su pecho late
más que el odio, el amor hacia la gloria,
fuera más que su empuje en el combate,
su generosidad en la victoria!
Aunque en la lucha fiera
vibra su acero, segador de vidas,
rasgaría en jirones su bandera,
para vendar con ella las heridas
del enemigo que a sus pies cayera.

En su alma bulle generoso fuego,
que es luz de glorias en la noche obscura;
¡y también como su alma, su figura,
de viril expresión es la de un griego!

Sobre el negro caballo
de ancho tórax y de anca reluciente,
que asienta firme su chispeante callo,
y tiembla, relinchando en sus ardores,

Con esos sutilísimos temblores
que recorren la piel rápidamente,—
destácase el anciano,
sentado a plomo en él, alta la frente,
fija la rienda en la siniestra mano
y la espada en la diestra. El kepis de oro,
tres veces galoneado, cubre aquella
frente, como un blasón sobre un tesoro:
bajo del se adivinan las ya vanas
reliquias de un pasado, que destella
con plateados fulgores; son sus canas...
el semblante arrugado,
de afilada nariz y grandes ojos,
es reliquia también de ese pasado;
pero en el fondo de su pecho late
un corazón jamás envejecido,
que cuando siente el hielo del olvido
vuela a buscar el fuego del combate!

Tal el hermoso anciano,
que siempre tuvo en el feral embate
—más valiente que Aquiles, ya que el griego
gozaba de los dioses el socorro—
frente de cumbre y corazón de fuego;
que no por cierto en vano
¡nació al pie de un volcán, murió en un morro! 1

autógrafo

José Santos Chocano


1 Aseguran varios biógrafos que el coronel Francisco Bolognesi nació al pie


«Selva virgen» (1898)

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