ODA CONTINENTAL
Con el oído con que Platón escuchara
En las orillas del mar Egeo,
El rumor de la vida de este mundo,
Más acá de las columnas del Estrecho,
Yo, hacia donde el Sol nace,
Escucho en las orillas de los tiempos,
El rumor de nuestras glorias futuras,
Como si me tendiese en un desierto
A percibir el paso de las caravanas,
Que se van acercando desde las lejanías del misterio.
Ha pasado antes el desfile
De los Emperadores, que eran dueños
De las tierras nativas
Y de los siglos pretéritos.
Iban en andas de oro legendario,
Sobre los hombros de los siervos.
Se oyó el crujido de los sillares
Levantándose en fortalezas y templos;
El rebullicio de las linfas en los acueductos
Fecundadores de los campos secos:
Una voz de Epopeya,
Que parecía renovar ese estruendo
Que se difunde en los cultos sagrados de los Indios
Y en los poemas cosmogónicos de los Griegos.
Ha pasado el desfile
De los hombres barbados que vinieron,
Sobre las alas de sus lonas, abiertas,
En la aventura de un gran Éxodo.
Iban en corceles piafantes
Y relinchantes como truenos...
Se oyó el estampido de los arcabuces,
Relampagueando en los bosques viejos;
El trajín de las caballerías
Por los inverosímiies senderos:
Una voz de Epopeya,
Que, agitando los montes y colmando los huecos
De las cavernas, anunciara el instante
Del oro sojuzgado por el hierro.
Ha pasado el desfile
De los Virreyes lúcidos y soberbios,
Sujetando a la Tierra
El Sol que nunca se ponía en los reinos.
Iban en calesas suntuosas,
Que eran arrastradas por los pueblos...
Se oyó el ósculo de los amores
De que naciera la flor de los veinte pétalos;
El glugú de las fuentes
En los jardines en que se holgaran los abuelos:
Una voz de Epopeya,
En que los idilios fluían como panales tiernos
En el áspero tronco
De un árbol que se desperezase crujiendo...
Ha pasado el desfile
De los Proceres, que rompieron
Como los botones primaverales
De este frondoso huerto.
Iban a pie, desnudos,
Sudorosos, esquilmados, sedientos...
Se oyó el ¡ay! de las muchedumbres
Adoloridas en lo más hondo de sus derechos;
Y el grito de las roncas sublevaciones
Hablando por los metales huecos:
Ahora, se oye el paso
Grave, solemne, lento,
Con que veinte Repúblicas avanzan
Por los caminos del misterio...
El Águila devoradora de la Sierpe
Sobre el nopal azteco,
Está orgullosa de los Emperadores, que con las manos
Se imponían al agua y con los pies al fuego,
Asentando ciudades sobre las charcas pantanosas
Y pies desnudos sobre las brasas del tormento.
Está orgullosa de los Conquistadores,
Que arrojaron su flota en ceniza a los cielos.
Está orgullosa de los Virreyes,
Que llenaron tres siglos de un arte bello,
Cuando los galeones fatigaran
Los mares, bajo el peso
Del precioso metal, que iba a sumirse
En el arcón colchado de terciopelo.
Está orgullosa de los Proceres transfundidos
De curas de almas en pastores de pueblos.
Lanzándose con la fe de los Cruzados
Y la impetuosidad de los Macabeos,
Hacia los cuatro puntos cardinales,
A predicar las enseñanzas de los cuatro Evangelios.
En el pico de esta Águila
Se hace rayo la sierpe, estalla un trueno;
Y en el frufrú de las removidas plumas,
Hierve la premeditación de los vuelos...
El Quetzal canta,
Como en otros tiempos.
Está orgulloso de los Reyes
Y de las princesas y de los Guerreros,
Coronados de plumas arrogantes
Y ceñidos de pelajes selectos,
Con sus proezas como mitos
Y sus historias como cuentos.
Está orgulloso de los Conquistadores,
De los que dijo más con un silencio
De cuatro siglos que lo que puede ahora
Decirse en esta prosa envuelta en verso.
Está orgullosa de los Capitanes,
Que, en la pompa colonial, se revistieron
De las florecientes casacas,
Bajo las que latieran los románticos pechos.
Está orgullosa de los Proceres,
Que, con la parsimonia de un elegante gesto,
Desataron los nudos del coloniaje,
Como si desataran de su cuello
La encarrujada gola,
Ceremoniosamente risueños.
El Quetzal canta,
Canta como en otros tiempos;
Y canta para decir las glorias
De las Cinco Repúblicas, de nuevo
Firmemente unidas,
Como los cinco dedos
De un apretado puño,
Que desdoblase una bandera a los vientos...
Los pájaros marinos de las Antillas
Prorrumpen en un grito trémulo
Que conjura las tempestades y despierta,
En las ondas fosforescentes, el melodioso eco
De las sirenas nocturnas
Que acechan la osadía de los exóticos aventureros...
Cuba y Santo Domingo
Laten como las vísceras de un corazón entero,
Luchan como los filos de una íntegra espada,
Piensan como los lóbulos de un único cerebro.
Son las Islas de Bronce
Que evocan, en los tiempos,
A sus hermanas las Islas de Mármol
Del pagano Archipiélago;
Y son como las sueltas gradas
Por donde no en vano subieron
Los pies de los Descubridores
Hacia las excelsitudes del ensueño.
Hay un ruido de máquinas trepanadoras
Que sobrepasan el concierto
En que pulsan sus cristalinas arpas
Las ya inútiles olas del Estrecho;
Hay un ruido de tierras que se abren
Con generoso estruendo,
Como si un Emperador se desgarrase el manto
Proclamando la libertad de su pueblo.
Es Panamá, por donde
Discurrirán las pesadas naves de hierro,
Que zarpen al Oriente, en busca de la seda,
Del ámbar, de la mirra, del sándalo, del marfil y del ébano.
Un amplio himno recorre
Los cincuenta bordones del abierto
Orinoco, que pronuncia, por sus cincuenta bocas,
Cincuenta nombres alarmantes
Como campanadas de incendio;
La trompeta del Tequendama
Pregona el orgullo de su pueblo,
Que, sobre el motín de las indómitas espumas,
Se ciñe el arco-iris de los destinos nuevos;
Y el rugido del Chimborazo
Anuncia que, en sus entrañas de fuego,
Se están forjando los impulsos
De las locomotoras que devorarán el desierto.
Llega otra voz de epifanía,
Desde el país en donde el Sol tuvo su Imperio.
Es una voz que rememora
Los dominios del Perú de otros tiempos;
En manos de los Incas y de los Virreyes,
Dos veces floreció la vara de su cetro;
Y una tercera primavera
Se insinúa a lo lejos...
Sobre ios baldosines de oro
De las carreteras primitivas, crujieron
Las sandalias de las peregrinaciones,
Que iban adorando al Sol de templo en templo;
Sobre las mullidas alfombras
De los palacios solariegos
Resbalaron las danzas coloniales
Que iban disipando el amor de beso en beso;
Sobre los bosques chafados
Por un huracán de hachas serpenteará el estrépito
De los crinados trenes que unan en un galope
El más grande Río con el más grande
Océano...
Bolivia se levanta
Sobre la irisación de sus volcanes coléricos,
En que, bajo la nieve, se funden los metales
A las caricias de un milagroso fuego;
Y reclama las leyendas,
Que florecen de nuevo,
Del Potosí vaciando su caudal en los siglos,
Como un cofre resonante y aladinesco.
El Cóndor engolado y augusto,
Que retiene su vuelo
Sobre los picachos de Chile,
Espanta con su grito el silencio,
Para decir la fuerza de Caupolicán tranquilo
Cual si fuese vaciado dentro de un molde Homérico.
Este Cóndor enseña titilando
En su pico, un lucero:
Sus alas tienen la soberanía de los aires;
Su voz pasa libre por entre el estertor de un trueno;
Y en sus garras, las cumbres andinas
Se arrugan como bajo la cólera de un gesto.
El paño de las selvas enjuga
Las lágrimas de los ríos; y luego,
Sacude, como la cabellera de las diosas
En los baños helénicos,
Profusión de diamantes, en que el Brasil mira
Reflejarse en pedazos el azul de los cielos.
Uruguay ha aprendido
De sus autóctonos maestros,
La precisión solemne y fácil
Con que ha clavado su gran flecha en el centro
Del Sol y lo ha sujetado
En mitad de su curso por los cielos;
Y Paraguay, enguirnaldado de azahares,
Al sacudir sus limoneros
Perfuma los bosques
Y revienta los cestos
En que las naranjas de oro
Reclaman los exámetros de los bucólicos griegos.
Ruedan sobre los llanos
Las voces de los pamperos,
Como si en un invisible cordaje
Se estremeciese la pulsación de un plectro
Que, litúrgicamente, loase a la Argentina,
Con el majestuoso fervor de un canto védico.
Tal la República Austral, que exalta
La virtud de la estirpe, en un arranque épico,
Renovador de la maternidad romana
A cuyas ubres se amamantaron todos los pueblos.
Buenos Aires se tiende
En las ribas del Plata sereno,
Como la Alejandría reflejada
En el Nilo imponente. ¡Oh, misericordiosos graneros!
Como a la vieja Alejandría,
Al Buenos Aires nuevo
Acuden las innúmeras naves, que fingen
Imploradoras manos ahuecadas en el ruego,
Para recoger el trigo, en que se multiplican
Los cinco panes del milagro evangélico...
Y sobre el vasto soplo, que sacude, en los muelles,
Las prevenidas lonas de los barcos intrépidos,
Llega desde las pampas
El mugido de los hatos, que se aglomeran como ejércitos
En que pacen juntos el buey sacro de los Egipcios
Y el novillo ritual de los Hebreos;
Llega el tembloroso balido
De las ovejas dóciles, con que los telares frenéticos
Urden la prolija labor que en el Siglo áureo
Idealizó Velázquez en las tejedoras de su lienzo;
Llega el chischás de los cascos, con que el potro,
Bajo el predominio del gaucho ágil y enérgico,
Trota en la inmensidad, entre el zumbido
De los lazos que se alargan como zigzagueantes nervios
Y llegan, de más allá todavía,
La vibración prolífica de los sarmientos,
El áspero brote de los racimos,
El hervor cálido de los vinos nuevos
Y el retintín de los efusivos cristales
Entre la fiesta eglógica de los dionisíacos
viñedos.
Tal es cual se oye el paso
Grave, solemne, lento,
Con que veinte Repúblicas avanzan
Por los caminos del misterio...
¿Son veinte? Puerto Rico lo sabe
Por los oráculos de sus signos proteticos:
Ni la olímpica Águila puede
Ensañarse con el pascual cordero,
Ni las voces de San Juan en las Indias
Han de perderse como voces en el desierto.
... Y yo recojo, así, veinte banderas locas
Y las desdoblo a los vientos,
Como un prisma que retiembla desde los Andes,
En un gran arco-iris, sobre los veinte pueblos.
1916
José Santos Chocano