EL ÁRBOL CAÍDO
Un bosque de palmeras
empenacha de pronto la riscosa extensión.
Es un tropel vibrante de hojas largas y finas,
a través de las cuales se ve un país de oro,
mitad americano y mitad español.
Y bien: en este bosque
hay un árbol caído. ¿Caería de dolor?
¿Caería como caen dentro de nuestras almas
la fuerza y la ilusión?
¡Ay! Este árbol caído
fue una fuerza mayor,
de raíces profundas
y tronco lleno de una savia que floreció;
y fue por sus follajes
una egregia ilusión,
que poblada de nidos columpiábase encima
de los campos a modo de una lira sin voz.
¿Y quién no tiene en su alma
uno, dos, muchos árboles caídos? ¿Quién no vio
en cada árbol caído
la simbólica imagen de un hombre abandonado
sin fuerza ni ilusión?
¡Reposa, árbol caído!
¡Descansa, buen señor
de las selvas! Tus ramas
son brazos que suspensos muestran en profusión
los desolados nidos en donde un día hubieron
su hogar pájaros, locos ahora de dolor.
La elegía del árbol
es también la elegía del pájaro. ¡Oh gran Dios!
¿Qué será de la suerte de los pájaros — esos
intermediarios entre la mujer y la flor?
¿Qué será de la suerte de los pájaros? Todos
han perdido su nido; y el quejido encendido
de su lírica voz
vibra... vibra... se alarga, repitiendo en los aires
con monótono son:
—¡Reposa, árbol caído!
¡Descansa, buen señor!
Cubrid, cubrid, palmeras, al pobre árbol caído
con un dosel en flor;
y desplegad encima del cadáver del árbol,
vuestras ramas nerviosas que parecen a modo
de abanicos del Sol.
José Santos Chocano