SENSACIÓN DE CALOR
A Enrique Gómez Carrillo
Entre nubes de polvo, mi caballo corría
y corría sudando, por la cuesta bravía
que en los flancos de un monte serpenteaba.
Ni un ave
vi pasar por encima de silencio tan grave.
¡Oh, qué paz! Ni una hoja se movió en la arboleda.
...Un caballo corriendo y una gran polvareda...
Bajo el Sol de verano, la altivez de mi frente
coronose de gotas de sudor; el ambiente
era un soplo de rabia; y en la tierra, a lo lejos,
se veían temblores de vidriosos reflejos.
¡Oh, qué sed! El caballo sacudía sus crines
como hilos de perlas y ensayaba clarines
con ligeros relinchos de enfrenada protesta...
...Y la sed era larga; y era larga la cuesta...
De repente, vi un rancho.
Y una charca delante,
en su estuche de musgo, parecía un diamante.
Y sallé; y el caballo quedó libre del peso,
y se fue sobre el agua. Y a la par que, en su exceso,
enturbiaba las linfas con un hálito de horno,
las domésticas aves chapoteaban en torno...
Penetré. La criolla de purísima raza,
que sentía en sus venas la pasión de una hornaza,
sonriome del fondo de su rancho.
—¿No tienes
agua?— dije.
(Un martillo me rompía las sienes...)
Y ella, muda y tranquila, me escanció en una copa
agua fresca. ¡Oh, frescura! Desceñime la ropa,
y, así libre y alegre, fui bebiéndome todo
aquel liquido puro, como bebe un beodo;
y escuché, en mis delicias, el fresquísimo eco
de una lluvia que cae sobre un campo reseco...
Miré luego los ojos de la impávida hembra.
En sus ojos había la intención de una siembra:
parecían carbones de pasión encendidos,
que estuviesen mirando madrigueras o nidos.
La criolla, en el fondo de ese ambiente tan denso,
se movía mareada, como envuelta en incienso;
en mi pecho hubo espasmos más que nunca sentidos,
en mis nervios temblores y en mi mente zumbidos...
Y sin que una palabra profanase el reposo,
fue acercándose ella cual la Amada al Esposo,
con un modo tan suave, con un paso tan lento,
cual si fuese un perfume que flotase en el viento...
Sed de amor. La criolla, que sintió en su regazo
ese Sol y esos montes, al salir de mi abrazo
sintió luego en sus carnes la frescura serena
de una copa de agua que hasta el borde se llena...
Pensativa, solemne, sin decir ni una sola,
ni una sola palabra, se escapó de la ola
de mi fiebre; y, entonces, a mis ojos más bella,
otra vez hacia el fondo fue alejándose ella,
con un modo tan suave, con un paso tan lento,
cual si fuese un perfume que flotase en el viento...
José Santos Chocano