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EVANGELEIDA

IV

Y así fue:
                  Soledad.
                                      Mudo desierto,
al tibio soplo de la brisa, apenas
mueve en ondas fugaces sus arenas
como para decir que no está muerto;
yermo, afligido por la sed, ansía
refrescar la penuria que lo enciende,
bajo un Sol que embravece la ardentía
de ese inmenso cansancio que se tiende;
perezoso arenal, sólo vestido
de secos musgos y punzantes zarzas,
mientras que, suavemente y sin ruido,
van pasando y pasando hacia su nido,
como hiIos de collar, series de garzas...

Es en ese arenal donde el camello
de vanidosa jiba, humilde frente
y blandísimo paso, alarga el cuello
y en vano busca un pozo transparente
que poder empañar con su resuello;
es en ese arenal donde, en enjambre
rebullidor, los negros moscardones
suelen hacer la aparición del hambre,
sobre el cadáver de una fiera hirsuta
o de un corcel que bélicas legiones
dejaron solo en medio de la ruta;
es en ese arenal donde, en la fosca
cueva la araña entre sus hilos gira,
donde hasta el viento apenas si respira,
la culebra letárgica se enrosca
y el can rendido de calor se estira...

Y es en ese arenal lóbrego, donde
sale una voz, cual de profunda cueva,
a la que un eco de dolor responde:

—¡Yo soy la Voz que clama en el Desierto!

Mientras que allá... se escucha otra voz nueva

—¡Yo soy la Caridad que ora en el Huerto!

Huertos de Nazareth, bosques de olivos,
fraganciosos y rítmicos pinares,
cinamomos en flor, cedros altivos,
rosas de sangre opresas en las garras de las garras
de las espinas, castos azahares,
céspedes frescos, retorcidas parras.

Tal el alegre campo en que ha crecido
el amable Jesús; tal el honesto
regazo patriarcal: es como un nido,
es como un ramillete, es como un cesto...

Fue ahí donde la Virgen inocente,
a manera del cántaro que lleno
trajo del agua pura de la fuente,
sintió colmado de la Gracia el seno;
fue ahí donde el Querub reverberante
la llamó ¡Ave María!, ató los lazos
de Dios con su Hijo y se elevó al instante,
mientras que ella a los cielos suplicante,
como lira armoniosa, arqueó los brazos;
fue ahí la pastoral no interrumpida
del buen Niño Jesús: mordió las pomas;
cortó las flores; alegró su vida;
y enseñó su cabeza siempre erguida,
entre un revoloteo de palomas...

Fue ahí donde el Señor bebió los lampos
del crepúsculo suave que se aleja,
mientras que en el silencio de los campos
retemblaba el balido de una oveja;
donde Cristo en las dulces emociones
que infundía en su pecho la floresta,
elevaba congojas y oraciones
entre las aves como entre una orquesta;
donde, por un encanto misterioso,
tierra y cielo sonríen, el reposo
grato es al corazón, el Sol sus llamas
templa entre los follajes, sus amores
charlan los cristalinos surtidores,
las flores se enderezan en las ramas
y las aves se posan en las flores.

Y  bien ¡Hijo de Dios! ¿Por qué abandonas
el de tu Nazareth campo florido?
¿Por qué cambias las líricas coronas
de rosas frescas con que te has ceñido,
por ese Sol de las judaicas zonas?
¿Por qué dejas los brazos maternales
que te apoyan al seno blandamente
y buscas, en los yertos arenales,
ese peñón donde apoyar la frente?
¿Por qué, cruzando la extensión remota,
buscas, en los desiertos de Judea,
el soplo tibio que tu faz azota,
el sudor recio que tu fuerza agota
y el coruscante Sol que te caldea?...

El Precursor, envuelto en sus bermejas
pieles de dromedario, irgue ante el mundo
áspero rostro de arrugadas cejas,
como ermitaño hambriento y sitibundo
que de langostas vive y miel de abejas.
¡Déjale solo en su actitud sagrada!
Él penitencia y aflicción predica;
tú endulzas el dolor con tu mirada:
¡él es el anatema que anonada;
y tú eres el perdón que reedifica!...

¡Ah! Tú también con el ejemplo quieres
consolar al espíritu afligido;
y tú que el Santo de los Santos eres,
tú que en el corazón sólo haces nido
al compasivo amor, tú en penitencia
debes gemir...
                            Envuelve en tu gemido
el ciego mal, la humana delincuencia,
el injusto dolor, el odio artero,
la acusadora voz de la conciencia,
la desesperación del mundo entero;
y así que hayas con trágicos ayunos
gastado las postreras energías,
entre los aguijones importunos
de sed y de hambre treinta y cinco días,
verás aparecer, cerca, a tu lado,
al Ángel de la Sombra, que el pecado
multiplica también cual tú los panes,
y, después de que sufras desgarrado
tantos apocalípticos afanes,
como si aún en tu dolor impío
no se sintiese Lucifer saciado,
vendrá la Tentación.

                                          —¡Oh Jesús mío!—

Tal dice Lucifer humildemente:
—¡Oh Jesús mío! —y al hablar suspira..
Tiene, para halagar con la mentira,
astucias de mujer o de serpiente...

Jesús sonríe; y, sin hablar, le mira:
No tiene, no, las membranosas alas
que le quedaron cual postreras galas
de su perdida excelsitud: aquellas
que parecen las velas triangulares
de una barca, que boga, entre centellas,
sobre un motín de tenebrosos mares...

Forma humana reviste. A cada paso,
deja en el suelo las fugaces huellas
de un fuego breve que se apaga... El raso
de la tarde le cubre con estrellas:
hay ya golpes de sombra en el ocaso;
y la tierra que tímida se espanta
de aquella sombra entre el dudoso enredo,
cada vez que él la oprime con su planta,
siente un temblor cual si tuviese miedo...

No vanamente Lucifer confía
del árido desierto en los horrores:
ama el desierto y su aridez sombría,
¡porque tampoco en el Infierno hay flores!

Jesús sonríe; y suave, castamente,
pone sobre él sus ojos.
                                  Desmayado
en una peña recostó su frente;
pero la alza veloz cuando a su lado
siente esa aparición, como se siente
el golpe de una lanza en un costado...

De rodillas está: su amplia melena
los bucles ensortija en cada hombro;
partida en dos, su barba nazarena
se retuerce también; su rostro enjuto
tiene una palidez como de asombro;
un gran nimbo le ciñe; su impoluto
labio se arquea en fatigoso aliento;
y su cabeza doblegada y grave
retiembla al concebir el pensamiento,
¡como una flor en que se posa un ave!

¡Ah! pero su mirada —esa mirada
con que envuelve a los tristes pecadores,
con que parece fecundar la nada,
con que habla al corazón del que lo tiene
y al que no tiene se lo da— fulgores
ha de una luz que de otros mundos viene.
No, no se puede ni intentar siquiera
decir lo que relumbra en sus pupilas,
que están clavadas en la faz de cera
eternamente dulces y tranquilas...

Breve el diálogo es:

                              —¿No me conoces?
—Sí tal: el que anda en las tinieblas eres.

—Yo sé que tus tormentos son atroces
y vengo a ti para saber qué quieres.
Vengo a ofrecerte pan para tu ayuno,
agua para tu sed. ¿Por qué el sombrío
dolor te aflige así? Quise oportuno
llegar para servirte ¡Oh Jesús mío!—

Jesús sonríe...

                        —¿Y te sonríes? Vano
quieres llamarte Hijo de Dios. Olvidas
que estás hecho también con lodo humano.

¡Haz que esas piedras, si eres Dios, cual dices,
se conviertan en pan!—

                                  ¡Con qué afligidas
miradas ve Jesús las infelices
ansias de su Enemigo! Ante el insano
afán del Tentador que aquellas horas
a turbar viene, de su Padre en nombre,
habla; y dícele así:

                            —Quizás ignoras
que tan sólo de pan no vive el hombre...

—¡Entonces, ven!—
                              Y por el aire, entonces,

se llevó Lucifer al inocente
Jesús hasta el pináculo del Templo.

¡Jerusalem, Jerusalem: tus bronces
mudos están! La cúpula fulgente
de la Casa de Dios mira el ejemplo
de piadosa humildad, con que se entrega
Jesús a Lucifer...

                          —Échate abajo,
si eres Hijo de Dios; porque así, al verte
vivo caer, la muchedumbre ciega
le adorará. Ya ves que sin trabajo
puedes ser Dios, si triunfas de la muerte—.

Y Jesús le responde que está escrito:
—¡No tentarás a tu Señor!—

                                      ...Un manto
le envuelve Lucifer; luego, le anuda;
y en sus hombros le pone: lanza un grito
y, con sus alas ya, rasga el espanto
de aquella soledad lóbrega y muda...

Pasan sombras en densa muchedumbre...
Ya están en pie los dos, sobre un granito.

Con soberbia satánica, esa cumbre
es como una amenaza al Infinito.

—¡Mira! —le dice Lucifer— ¡El mundo!
¡El mundo te daré, si es que me adoras!
La Roma de los Césares, la Atenas
de las Artes, la India del profundo
filósofo, las perlas seductoras
de Ormuz, los blancos mármoles sin venas
del Pentélico, el oro de Zipango,
el bronce de Corinto, el trigal rubio
que el Nilo fecundiza sobre el fango,
el tesoro del Áureo Vellocino;
todo desde el Sahara hasta el Danubio;
plata, incienso, marfil, púrpura, lino...—

Entonces ¡ah! cuando Jesús admira
cómo al redor de aquella cumbre gira
el antiguo hemisferio, de repente
ve las costas del Nuevo Continente
prometido a su Cruz... Y él, que suspira
a cada tentación, en cuanto sólo
ve aparecer la costa perfilada
de América que va de polo a polo,
se sonríe, suspende la mirada
y dice a Lucifer:
—¡Vete!—
              Al instante
huye el Ángel Caído, cuyo vuelo
tabletea en un trueno resonante...
¡Y Jesús queda solo bajo el cielo!

Cuando huye Lucifer, ya no sombríos
sino plenos de Sol los horizontes
están... Viéndole huir, ladran los ríos;
y le apedrean, al pasar, los montes...

Así, en el fondo del Infierno, en tanto
que la Natura en derredor se alegra,
él se envuelve en sus alas de quebranto
como una enorme mariposa negra.

Y cuando a él la pavorosa corte
se acerca y le pregunta, en ira ciego,
salta, pónese en pie, como un resorte;
y quiere hablar, pero se le hace un nudo
en la garganta... y, retemblando luego,
se desploma otra vez ¡porque está mudo!

autógrafo

José Santos Chocano


«Alma América» (1906)

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