LA ESTATUA Y EL PUEBLO
Ciego de vanidad cierto malvado,
Ladrón, vicioso, ingrato y asesino
Un egoísta monstruo, coronado
Por lección o capricho del destino.
Malversando del público la hacienda,
Se alzó una estatua —impúdica impostora—
Que mostraba en su base esta leyenda:
«Al Bienhechor, su pueblo que lo adora».
Y, dando fe del general consenso.
Vio al sol siguiente el déspota iracundo
Que ya la honraba el popular incienso:
Densa ovación de proyectil inmundo.
Un cercado de fierro hízole entonces,
Y de perenne guardia circundola.
Añadiendo este edicto al pie del bronce:
«Aquí a todo sacrilego se inmola».
Y hubo en efecto, al sacrificio inicuo
De hablar verdad espléndido escarmiento.
Aún se conserva el pedestal, conspicuo
Por el color que lo empapó sangriento.
Pasó al año un inglés, y el más completo
Cambio encontró: ni guardia, ni cercado;
Colgado en vez de estatua, un esqueleto,
Y al pie: «A todos los déspotas, traslado».
Rafael Pombo