EL POBRE
Me ve como desde un siglo remoto,
como desde un estrato geológico distinto.
Del idioma que algunos atesoran
le dieron de limosna una palabra
para pedirle su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diálogo.
El domador, con látigo y revólveres,
le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el lomo.
Aunque son tantos (nunca se acabarán, prometen
las profecías) cada uno
cree que es el último sobreviviente
—después de la catástrofe— de una especie extinguida.
Allí está: receptáculo
de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.
Como una luz nos hace cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.
Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.
Hay distancia. Hay la misma extrañeza interrogante
que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aún la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.
Y hay algo más. El puño se nos cierra
para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.
¡Qué náusea repentina
(su figura, mi horror)
por lo que debería ser un hombre y no es!
Rosario Castellanos