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        CORAZÓN ADENTRO

«Her voice was like the voice of his own
soul in the calm of though»

Shelley, Alastor

A Fabio Fiallo

Llamé a mi corazón. Nadie repuso.
Nadie adentro. ¡Qué trance tan amargo!
El bosque era profuso,
negra la noche y el camino largo:
Llamé, llamé. Ninguno respondía.
Y el murado castillo taciturno,
único albergue en el horror nocturno,
Era mi corazón. ¡Y no me abría!

¡Iba tan fatigado! casi muerto,
rendido por el áspera subida,
por el hostil desierto
y las fuentes saladas de la vida.
A sol de fuego y pulmonar garúa
ya me atería o transpiraba a chorros;
empurpuré las piedras y los cardos;
Y, a encuentro por segundo, topé zorros,
buhos, cerdos, panteras y leopardos.
Y en un prado inocente: malabares,
anémonas, begonias y diamelas,
ví dos chatas cabezas triangulares
derribar muchas ágiles gacelas.
¡Qué hórrido viaje y bosque tan ceñudo!
La noche, negra; mi cabeza, loca;
mis pies, cansados; el castillo, mudo;
y yo toca que toca.

¡Por fin se abrió una puerta!
Toda era sombra aquella casa muerta.
Tres viejecitos de cabello cano
y pardas vestiduras de estameña
me recibieron: —adelante, hermano.
Parecidos los tres. La blanca greña
nevaba sobre el hombro a cada anciano.
Al fondo, una esquina,
luchaba con la sombra un reverbero
de lumbre vacilante y mortecina.
—Somos felices, dijo el uno: el otro:
resignados; aquí, dijo el tercero,
sin amigos, sin amos y sin émulos,
esperamos el tránsito postrero.

Eran Recuerdos los ancianos trémulos.

—No es posible, pensaba. ¿Es cuanto queda
de este palacio que vivieron hadas?
¿dónde está la magnífica arboleda?
¿en dónde las cascadas;
los altos miradores;
las salas deslumbrantes;
y las bellas queridas suspirantes,
muriéndose de amores?

Y me lancé a los negros corredores.

Llegué a las cuatro conocidas puertas
por nadie, nunca, abiertas.
Entre al rojo recinto: una fontana
de sangre siempre vívida y ardiente
corría de la noche a la mañana
y de mañana a noche, eternamente.

Yo había hecho brotar aquella fuente.

Entré al recinto gris donde surtía
otra fontana en quejumbroso canto:
¡el canto de las lágrimas! Yo había
hecho verter tan generoso llanto.
Entré al recinto gualda: siete luces,
siete cruces de llama fulgecían;
y los Siete Pecados se morían
crucificados en las siete cruces.

Y a Psiquis alas nuevas le nacían.

Rememoré las voces del Misterio;
—Cuando sea tu alma
de las desilusiones el imperio;
cuando el sufrir tus lágrimas agote;
cuando inmisericorde su cauterio
te aplique el mundo, y el dolor te azote,
puedes salvar la puerta tentadora,
la puerta blanca, la Tulé postrera.
—Entonces, dije, es hora.
Y entre con paso firme y alma entera.

Quedé atónito. Hallábame en un campo
de nieve, de impoluta perspectiva:
cada llanura, un ampo:
cada montaña, un irisado bloque;
cada picacho, una blancura viva.
Y de la luz al toque
iran los farallones albicantes
chorreras de diamantes,
—¿En dónde estoy? me dije tremulento;
y un soplo de dulzuras teogales
trajo a mi oído regalado acento:

—Estás lejos de aquellos arenales
ardientes, donde surgen tus pasiones
y te devoran como cien chacales.
Lejos de las extrañas agresiones;
a estas cimas no alcanza
ni el ojo enquiridor de la asechanza
ni el florido punal de las traiciones.
Son ignorado asilo
al tigre humano y a la humana hiena;
a los pérfidos cantos de sirena
y al aleve llorar cocodrilo.
Llegas a tierra incógnita;
a tierra de simbólicas alburas
toda misterio y calma.
Estás en las serenas, en las puras,
e ignoradas regiones de tu alma.

Y me quedé mirando las alturas.

autógrafo

Rufino Blanco Fombona


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