Recurrente, la desconocida cuelga del caleidoscopio. Le digo: «Soy voluble. Hace una semana te amaba, en momentos de
exaltación llegué a pensar que éramos una pareja del paraíso. Pero ya sabes que sólo soy un fracasado:
esas parejas existen lejos de aquí, en París, en Berlín, en la zona alta de Barcelona. Soy voluble, unas veces
deseo la grandeza, otras sólo su sombra.
»La verdadera pareja, la única, es la que hacen el novelista de izquierda famoso y la bailarina, antes de su momento Atlántida.
Yo, en cambio, soy un fracasado, alguien que no será jamás Giorgio Fox, y tú pareces una mujer común y
corriente, con muchas ganas de divertirte y ser feliz. Quiero decir: feliz aquí, en Cataluña, y no en un avión rumbo a
Milán o la estación nuclear de Lampedusa. Mi volubilidad es fiel a ese instante prístino, el resentimiento feroz de ser
lo que soy, el sueño en el ojo, la desnudez ósea de un viejo pasaporte consular expedido en México el año 73,
válido hasta el 82, con permiso para residir en España durante tres meses, sin derecho a trabajar. La volubilidad, ya lo ves,
permite la fidelidad, una sola fidelidad, pero hasta el fin».
La imagen se funde en negro.
Una voz en off cuenta las hipotéticas causas por las cuales Zurbarán abandonó Sevilla. ¿Lo hizo porque la
gente prefería a Murillo? ¿O porque la peste que azotó la ciudad por aquellos años lo dejó sin
algunos de sus seres queridos y lleno de deudas?
Roberto Bolaño