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SANTOS VEGA

                        IV

LA MUERTE DEL PAYADOR

Bajo el ombú corpulento,
De las tórtolas amado,
Porque su nido han labrado
Allí al amparo del viento;
En el amplísimo asiento
Que la raíz desparrama,
Donde en las siestas la llama
De nuestro sol no se allega,
Dormido está Santos Vega,
Aquel de la larga fama.

En los ramajes vecinos
Ha colgado, silenciosa,
La guitarra melodiosa
De los cantos argentinos.
Al pasar los campesinos
Ante Vega se detienen;
En silencio se convienen
A guardarle allí dormido;
Y hacen señas no hagan ruido
Los que están a los que vienen.

El más viejo se adelanta
Del grupo inmóvil, y llega
A palpar a Santos Vega,
Moviendo apenas la planta.
Una morocha que encanta
Por su aire suelto y travieso,
Causa eléctrico embeleso
Porque, gentil y bizarra.
Se aproxima a la guitarra
Y en las cuerdas pone un beso.

Turba entonces el sagrado
Silencio que a Vega cerca,
Un jinete que se acerca
A la carrera lanzado;
Retumba el desierto hollado
Por el casco volador;
Y aunque el grupo, en su estupor,
Contenerlo pretendía,
Llega, salta, lo desvía,
Y sacude al payador.

No bien el rostro sombrío
De aquel hombre mudos vieron,
Horrorizados, sintieron
Temblar las carnes de frío,
Miró en torno con bravío
Y desenvuelto ademán,
Y dijo: «Entre los que están
No tengo ningún amigo,
Pero, al fin, para testigo
Lo mismo es Pedro que Juan».

Alzó Vega la alta frente,
Y la contempló un instante,
Enseñando en el semblante
Cierto hastío indiferente.
—«Por fin, dijo fríamente
El recién llegado, estamos
Juntos los dos, y encontramos
La ocasión, que estos provocan,
De saber como se chocan
Las canciones que cantamos».

Así, diciendo, enseñó
Una guitarra en sus manos,
Y en los raigones cercanos,
Preludiando se sentó.
Vega entonces sonrió,
Y al volverse al instrumento,
La morocha hasta su asiento
Ya su guitarra traía,
Con un gesto que decía:
«La he besado hace un momento».

Juan Sin Ropa «se llamaba
Juan Sin Ropa el forastero)
Comenzó por un ligero
Dulce acorde que encantaba.
Y con voz que modulaba
Blandamente los sonidos,
Cantó tristes nunca oídos,
Cantó cielos no escuchados,
Que llevaban, derramados,
La embriaguez a los sentidos.

Santos Vega oyó suspenso
Al cantor; y toda inquieta,
Sintió su alma de poeta
Con un aleteo inmenso.
Luego en un preludio intenso,
Hirió las cuerdas sonoras,
Y cantó de las auroras
Y las tardes pampeanas,
Endechas americanas
Más dulces que aquellas horas.

Al dar Vega fin al canto,
Ya una triste noche oscura,
Desplegaba en la llanura
Las tinieblas de su manto.
Juan Sin Ropa se alzó en tanto,
Bajo el árbol se empinó,
Un verde gajo tocó,
Y tembló la muchedumbre,
Porque, echando roja lumbre,
Aquel gajo se inflamó

Chispearon sus miradas,
Y torciendo el talle esbelto,
Fue a sentarse, medio envuelto.
Por las rojas llamaradas.
¡Oh, qué voces levantadas
Las que entonces se escucharon!
¡Cuantos ecos despertaron
En la Pampa misteriosa,
A esa música grandiosa
Que los vientos se llevaron!

Era aquella esa canción
Que en el alma sólo vibra.
Modulada en cada fibra
Secreta del corazón;
El orgullo, la ambición,
Los más íntimos anhelos,
Los desmayos y los vuelos
Del espíritu genial,
Que va, en pos del ideal,
Como el cóndor a los cielos.

Era el grito poderoso
Del progreso, dado al viento;
El solemne llamamiento
Al combate más glorioso.
Era, en medio del reposo
De la Pampa ayer dormida,
La visión ennoblecida
Del trabajo, antes no honrado;
La promesa del arado
Que abre cauces a la vida.

Corno en mágico espejismo,
Al compás de ese concierto,
Mil ciudades el desierto
Levantaba de sí mismo.
Y a la par que en el abismo
Una edad se desmorona,
Al conjuro, en la ancha zona
Derramábase la Europa,
Que sin duda Juan Sin Ropa
Era la ciencia en persona.

Oyó Vega embebecido
Aquel himno prodigioso,
E inclinando el rostro hermoso,
Dijo: «Sé que me has vencido».
El semblante humedecido
Por nobles gotas de llanto,
Volvió a la joven, su encanto,
Y en los ojos de su amada
Clavó una larga mirada,
Y entonó su primer canto:

—«Adiós, luz del alma mía,
Adiós, flor de mis llanura?
Manantial de las dulzuras
Que mi espíritu bebía:
Adiós, mi tínica alegría,
Dulce afán de mi existir;
Santos Vega se va a hundir
En lo inmenso de esos llanos...
¡Lo han vencido! ¡Llegó hermanos,
El momento de morir!»

Aun sus lágrimas cayeron
En la guitarra copiosa,
Y las cuerdas temblorosas
A cada gota gimieron;
Pero súbito cundieron
Del gajo ardiente las llamas,
Y trocado entre las ramas
En serpiente, Juan Sin Ropa,
Arrojó de la alta copa
Brillante lluvia de escamas.

Ni aun cenizas en el suelo
De Santos Vega quedaron,
Y los años dispersaron
Los testigos de aquel duelo;
Pero un viejo y noble abuelo,
Así el cuento terminó:
—«Y si cantando murió
Aquel que vivió cantando,
Fue, decía suspirando,
Porque el diablo lo venció».

autógrafo

Rafael Obligado


Rafael Obligado

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