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CARTA A MIGUEL OTERO SILVA

Un viajero me trajo tu carta escrita con palabras invisibles, sobre su traje, en sus ojos.

Qué alegre eres, Miguel, qué alegres somos!

Ya no queda en un mundo de úlceras estucadas sino nosotros, indefinidamente alegres.

Veo pasar al cuervo y no me puede hacer daño.

Tú observas al escorpión y limpias tu guitarra.

Vivimos entre las fieras, cantando, y cuando tocamos un hombre, la materia de alguien en quien creíamos, y éste se desmorona como un pastel podrido, tú en tu venezolano patrimonio recoges lo que puede salvarse, mientras que yo defiendo la brasa de la vida.

Qué alegría, Miguel!

¿Tú me preguntarás dónde estoy? Te contaré —dando sólo detalles útiles al Gobierno que en esta costa llena de piedras salvajes se unen el mar y el campo, olas y pinos, águilas y petreles, espumas y praderas.

Has visto desde muy cerca y todo el día cómo vuelan los pájaros del mar? Parece que llevaran las cartas del mundo a sus destinos.

Pasan los alcatraces como barcos del viento, otras aves que vuelan como flechas y traen los mensajes de reyes difuntos, de los príncipes enterrados con hilos de turquesa en las costas andinas y las gaviotas hechas de blancura redonda, que olvidan continuamente sus mensajes.

Qué azul es la vida, Miguel, cuando hemos puesto en ella amor y lucha, palabras que son el pan y el vino, palabras que ellos no pueden deshonrar todavía porque nosotros salimos a la calle con escopeta y cantos.

Están perdidos con nosotros, Miguel.

Qué pueden hacer sino matarnos y aun así les resulta un mal negocio, sólo pueden tratar de alquilar un piso frente a nosotros y seguirnos para aprender a reír y a llorar como nosotros.

Cuando yo escribía versos de amor, que me brotaban por todas partes, y me moría de tristeza, errante, abandonado, royendo el alfabeto, me decían: "Qué grande eres, oh Teócrito!" Yo no soy Teócrito: tomé a la vida, me puse frente a ella, la besé hasta vencerla, y luego me fuí por los callejones de las minas a ver cómo vivían otros hombres.

Y cuando salí con las manos teñidas de basura y dolores las levanté mostrándolas en las cuerdas de oro, y dije: "Yo no comparto el crimen."

Tosieron, se disgustaron mucho, me quitaron el saludo, me dejaron de llamar Teócrito, y terminaron por insultarme y mandar toda la policía a encarcelarme, porque no seguía preocupado exclusivamente de asuntos metafísicos.

Pero yo había conquistado la alegría.

Desde entonces me levanté leyendo las cartas que traen las aves del mar desde tan lejos, cartas que vienen mojadas, mensajes que poco a poco voy traduciendo con lentitud y seguridad: soy meticuloso como un ingeniero en este extraño oficio.

Y salgo de repente a la ventana. Es un cuadrado de transparencia, es pura la distancia de hierbas y peñascos, y así voy trabajando entre las cosas que amo: olas, piedras, avispas, con una embriagadora felicidad marina.

Pero a nadie le gusta que estemos alegres, a ti te asignaron un papel bonachón: "Pero no exagere, no se preocupe," y a mí me quisieron clavar en un insectario, entre las lágrimas, para que éstas me ahogaran y ellos pudieran decir sus discursos en mi tumba.

Yo recuerdo un día en la pampa arenosa del salitre, había quinientos hombres en huelga. Era la tarde abrazadora de Tarapacá. Y cuando los rostros habían recogido toda la arena y el desangrado sol seco del desierto, yo vi llegar a mi corazón, como una copa que odio, la vieja melancolía.

Aquella hora de crisis, en la desolación de los salares, en ese minuto débil de la lucha en que podríamos haber sido vencidos, una niña pequeñita y pálida venida de las minas dijo con una voz valiente en que se juntaban el cristal y el acero un poema tuyo, un viejo poema tuyo que rueda entre los ojos arrugados de todos los obreros y labradores de mi patria, de América.

Y aquel trozo de canto tuyo refulgió de repente en mi boca como una flor purpúrea y bajó hacia mi sangre, llenándola de nuevo con una alegría desbordante, nacida de tu canto.

Y yo pensé no sólo en ti, sino en tu Venezuela amarga.

Hace años, vi un estudiante que tenía en los tobillos la señal de las cadenas que un general le había impuesto, y me contó cómo los encadenados trabajaban en los caminos y los calabozos donde la gente se perdía. Porque así ha sido nuestra América: una llanura con ríos devorantes y constelaciones de mariposas (en algunos sitios, las esmeraldas son espesas como manzanas), pero siempre a lo largo de la noche y de los ríos hay tobillos que sangran, antes cerca del petróleo, hoy cerca del nitrato, en Pisagua, donde un déspota sucio ha enterrado la flor de mi patria para que muera, y él pueda comerciar con los huesos.

Por eso cantas, por eso, para que América deshonrada y herida haga temblar sus mariposas y recoja sus esmeraldas sin la espantosa sangre del castigo, coagulada en las manos de los verdugos y de los mercaderes.

Yo comprendí que alegre estarías, cerca del Orinoco, cantando, seguramente, o bien comprando vino para tu casa, ocupando tu puesto en la lucha y en la alegría, ancho de hombros, como son los poetas de este tiempo —con trajes claros y zapatos de camino—.

Desde entonces, he ido pensando que alguna vez te escribiría, y cuando el viajero llegó, todo lleno de historias tuyas que se le desprendían de todo el traje y que bajo los castaños de mi casa se derramaron, me dije: "Ahora", y tampoco comencé a escribirte. Pero hoy ha sido demasiado: pasó por mi ventana no sólo un ave del mar, sino millares,

y recogí las cartas que nadie lee y que ellas llevan por las orillas del mundo, hasta perderlas.

Y entonces, en cada una leía palabras tuyas y eran como las que yo escribo y sueño y canto, y entonces decidí enviarte esta carta, que termino aquí para mirar por la ventana el mundo que nos pertenece.

autógrafo

Pablo Neruda


«Elegía» [1971-1972] (1974)

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